15/4/24

Guillermo Fadanelli: «El ensayo es una autobiografía oculta, sofisticada»

Por Guillermo de la Mora

Me complace iniciar el ciclo de entrevistas literarias en la revista Maguey con el escritor y editor Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963), autor de novelas, cuentos y ensayos, entre los que figura su obra más reciente, Desorden. Crítica de la dispersión pura (Random House, 2024). En la conversación abordamos de forma especial la relación de Fadanelli con su faceta de lector y escritor de ensayos, así como su perspectiva sobre el papel de los mismos en nuestra comprensión del mundo.

GUILLERMO DE LA MORA.― En cuanto lector, ¿qué circunstancias te llevaron a leer ensayos?

GUILLERMO FADANELLI.― Comencé leyendo romances españoles, poesía y novelas; ello fue durante mi adolescencia. Eran los libros que estaban a la mano. La circunstancia es, en gran medida, un lugar y una economía. Cierto día abrí las páginas de El proceso, de Kafka, y me pregunté: ¿qué clase de historia es esta? Me deprimió profundamente y me lanzó de un golpe al pesimismo. Años después y afectado por aquella lectura comenzó mi curiosidad por el ensayo literario, que, en aquel entonces, ya consideraba libre, abierto, indefinible y que, además, aumentaría mi conocimiento del mundo. Hoy pienso que todo lo que escribimos, incluyendo el ensayo, es una novela de determinada clase, función o ralea; pero ese es otro tema, el cual trato en mi libro Desorden. Los ensayos que me sedujeron en aquellos años juveniles fueron, sin ninguna duda, los escritos por Octavio Paz ―Los hijos del limo, lo leo dos o tres veces al año―. Al enseñarte a decir te enseñaba a pensar, refería el mismo Paz sobre Alfonso Reyes. Después se abrió una mina cuyas vetas aún no terminan; desde Montaigne hasta Rousseau, Foucault o Isaiah Berlin, se despliegan un conjunto de universos simultáneos que me han mostrado apenas el heterogéneo bosquejo de un ser jamás narrado totalmente. No he leído todavía a ensayistas contemporáneos que posean la altura y elegancia de un R.W. Emerson, o de un Stefan Zweig, pero es un dislate proponer jerarquías o cánones en la literatura. ¿Qué relación hay entre Sigüenza y Góngora, Jorge Luis Borges y los ensayos históricos de Irving A. Leonard, a quienes leí con la tranquilidad de un hipócrita cadáver? No la explicaré yo, por supuesto. Prefiero dedicarme a oficios menos ingratos que el de explicar a los escritores. El lector de ensayos no es solamente un indagador, ni un coleccionista de respuestas; se trata más bien de un aventurero. ¿Quién puede salvar su honra crítica leyendo las novelas ensayísticas de Robert Walser? Dudo que cualquiera salga indemne de sus páginas sin volver a cuestionarse el todo. Yo, como decía, leo los ensayos como si fueran novelas dotadas de personajes, trama, azar, amor o ignominia ―creo que más o menos así lo definió Deleuze, pero de otra manera; no recuerdo―. Yo vengo de cuna, canasta o vientre pobre, así que la lectura de ensayos llegó bastante tarde: un privilegio inmerecido. En aquel entonces, durante mi juventud, los deheredados teníamos la obligación de leer sólo poesía y novelas. Y también de escuchar, ocultos, las conversaciones de las colegialas: eso forma a un escritor.

«Prefiero dedicarme a oficios menos ingratos que el de explicar a los escritores»

G. M.― ¿Podrías mencionar algunas obras que te hicieran reconocer la relevancia de este género?

G. F.― Además de los escritores que he mencionado antes, creo que mis primeras lecturas ensayísticas sólidas fueron de historia y de crítica de arte ―y por supuesto también crónicas de diversa clase, las cuales se entrometen, con todo derecho, en cualquier género―, aunque siempre escritas con claridad y profundidad inusitada para un lector nobel. Es posible que les encontrara cierta utilidad que me llevaba a creer que me depositarían en otra clase social. Mi ingenuidad no tenía límites, ya que me hundí todavía más. Son un número considerable de obras y ensayistas las que recuerdo: En historia, Edmundo O’Gorman ―su libro Destierro de sombras es cautivador y demoledor de mitos, además de que O’Gorman también escribió biografías reflexionadas de cuatro importantes historiadores de Indias―. Quizá su ensayo más bello sea La invención de América. En relación al arte, es imposible olvidar a Manuel Toussaint, debido a su conocimiento de arte colonial y arquitectura; aún más contemporáneo recuerdo a Juan García Ponce, un hombre cultivado y sencillo a la hora de edificar sus conceptos y de escribir sobre varios temas. Los pintores de aquel entonces, años ochenta, le rendían culto porque afirmaban que él era el único que los comprendía. Es absurdo, tan sólo si pensamos en Luis Cardoza y Aragón o en Raquel Tibol. En lingüística, Antonio Alatorre, por supuesto: Los 1001 años de la lengua española debe leerse aun estando ciego y comenzando a leer este libro por la página que sea y al ritmo que uno quiera. Mi pasión por el ensayo filosófico, además de lo escrito por Paz, fue gracias a mis lecturas de los existencialistas franceses, Camus y Sartre ―hay otros―, ya que ellos se avecindaban con la literatura y manipulaban muy bien a las almas inocentes, como la mía. La lectura de Heidegger me llevó cinco años y apenas podría hoy decir algunas palabras de él. En ciencia, Paul Feyerabend, el rebelde contra el método científico; y ahora leo a una cauda de neurólogos y filósofos de la ciencia. Francisco Umbral me pareció siempre ocurrente y genial, y sobre todo breve en sus cápsulas ensayísticas o comentarios mundanos, aunque sus novelas las he dejado pasar de largo. Algo similar me sucedió con Sánchez Ferlosio. Iván Illich me provocó, vía sus ensayos sociológicos y económicos, un terremoto ideológico. Así como lo hicieron Keynes y Viviane Forrester en asuntos de economía y sociedad. En fin: Mark Twain, Rousseau, Pessoa y decenas más. No los cansaré; he recitado los primeros que me han venido a la mente. No poseo un altar.

«Los lugares comunes existen por una razón: porque sin ellos se nos iría el mundo de las manos»

G. M.― Háblanos un poco sobre Montaigne.

G. F.― Sólo Montaigne puede hablar acerca de sí mismo con gran propiedad y desgarbo. Y lo sigue haciendo. Sin embargo leerlo, aun en la actualidad, es la prueba de que la literatura no envejece ―¿cómo va a hacerse maduro el humor de Quevedo, por ejemplo?―. Montaigne nos mostró que es iluminación para todos, chisme y tratado, intimidad y moral; no en vano sus ensayos fortalecieron la lengua francesa y él puso este lenguaje libertino y comprensible en la mesa, así como llegan a colocarse las viandas de las que todos podemos disfrutar. Su amor por la feminista y pensadora Marie de Gournay me es especialmente apreciable. Él y Rousseau —en Las Confesiones— nos afirman que puede escribirse acerca de todos los temas que nos atañen más allá de la rectitud o de la rigidez moral imperante de la época o de los correctos círculos literarios. A Montaigne se le aprecia, yo lo hago, por su tolerancia y su desprecio hacia las guerras religiosas de su tiempo y de las que abominó, porque se convirtió a sí mismo en su propio tema y supo que uno no habla más que de sí mismo para, de ese modo, abarcar el mundo; en el fondo despreciaba el poder, aunque no lo rechazaba con tal de lograr acuerdos tolerantes para los habitantes de Burdeos, su comunidad. Y algo más, puedes sugerir su lectura a casi cualquier persona; a diferencia, por ejemplo, de François Rabelais, unos años anterior a Montaigne, y que a mí me gusta tanto, aunque es muy difícil leer entre tanta basura que se publica hoy en día. Me refiero por supuesto a su obra mayor, Gargantúa y Pantagruel. Los lugares comunes existen por una razón: porque sin ellos se nos iría el mundo de las manos. En consecuencia diré, me perdonarán, que el ensayo moderno comienza con Montaigne y todavía no termina, ni se ha vuelto vacuo.

G. M.― ¿Cuáles consideras que son las diferencias entre narrar y explicar?

G. F.― La explicación posee un sentido y una razón necesaria. Lo que sucede es que su ámbito es muy reducido: la lógica; las ciencias exactas que requieren de la verificación y, en general, el positivismo en todas sus variantes de causa y efecto, de algoritmo e inteligencia reducida a sumas y restas. Creo que esta manera de pensar llegó a su cumbre con el positivismo lógico de Ayer, y de pensadores como Quine, Searle y demás. En cambio, la narración es invención, creación y posibilidad de imaginación. Narras a través del lenguaje, por lo que propones un lugar para la mentira verdadera, un mito para sobrevivir a medias, una casa que se cae y se levanta. Cuando narras un hecho lo transformas, ya que narrar requiere libertad. La explicación va atada como burro a su camino: ayuda al progreso técnico, no a la moral de las personas. Ya he comentado, repitiendo a Nietzsche, que las explicaciones siempre llegan tarde. John Dewey, contra lo que se piensa de él, lo sabía: debemos educarnos, no amansarnos. Cuando la tragedia aconteció, cuando los muertos se hallaron postrados en el piso, cuando el ser humano se transformó en una máquina, entonces llegó la explicación, mientras que la narrativa había abandonado ya el lugar de los hechos y caminaba hacia otros rumbos. De hecho, las explicaciones más imaginativas en el ámbito de la ciencia ―a la que considero, como a la filosofía, una rama de la literatura o de la novela― son ocurrencias deductivas, narraciones a las que se les tiene fe; y funcionan, son verificables, predecibles, todo parece funcionar, caray, qué vida.

«La autobiografía le da fuerza al ensayo porque lo torna más humano, más seductor, y crea en el lector la idea de que conoce al escritor»

G. M.― ¿Te entusiasma la autobiografía dentro del ensayo?

G. F.― Claro; el ensayo es una autobiografía oculta, sofisticada. No hay manera de que escondas tus intereses, tu entusiasmo, tus deseos ―quizá Kafka lo hizo― cuando lo escribes o desarrollas. Hablar de uno mismo es alejarse, volverse un eremita que abomina del yo. Uno, quizá, intenta comprenderse, mirarse convertido en mito: palabras, anécdotas, mentiras, fábulas. Pero uno no está allí; quizás algunos hechos, rasgos, recuerdos fidedignos. La autobiografía le da fuerza al ensayo porque lo torna más humano, más seductor, y crea en el lector la idea de que conoce al escritor: hay un matrimonio efímero; una compañía, agradable o no. Se trata de una patraña, pero de una magnífica patraña, ya que obliga a que el tiempo siga su curso, se detenga, se extravíe. El beneficiado es el lector que se hace de un nuevo amigo ―el supuesto escritor― que difícilmente lo traicionará. El que escribe su biografía utilizando el ensayo debe saber acerca de estas argucias; si no, entonces miente; o es poco imaginativo. ¿Para qué dejar huella? Pronto seremos un cuento.

G. M.― ¿Crees que una parte considerable de la sociedad pueda algún día leer y discutir lo leído de manera crítica o será irremediablemente el ejercicio de una élite intelectual?

G. F.― La literatura ya pertenece o ha tomado resguardo en una minoría, por más revuelo que causen en el mercado editorial los autores inventados, promovidos y celebrados. Basta poner atención en los gobiernos que rigen la mayoría de los países a partir de la democracia; sus presidentes y tiranos sólo pudieron ser elegidos por analfabetos. El que se resiste a leer quiere mantenerse en forma; ser carne parlante; continuar costumbres, aunque éstas le hagan daño; ser reacio a la crítica a pesar de que ésta lo revele o descubra: no desea cambiar, aun cuando grite que desea cambios inmediatos; otra vida: la democracia es una exhibición de atrocidades; tiene valor como concepto e idea de gobierno más que como recuento de votos. Por otra parte, los votantes son prostitutas que se van con cualquier merolico ante la menor promesa: no reflexionan. La pasión momentánea de la masa está llevando a los países a un desierto sin retorno. Sólo la insistencia de la educación en países o comunidades sensibles o bien organizadas puede, ayudada por un impulso humanista, no solamente tecnológico, darse cuenta del horizonte que ofrece la literatura y entonces nutrirse de él. Sin embargo, no existe un mejor momento que el actual para ir en contra de todo, para la incorrección y la burla ―el escritor debe ir siempre a contracorriente, reza la frase multicitada de Gide―. Los escritores fingimos poseer alguna clase de valor; intentamos sobrevivir; esa es nuestra performance. Mas influir en el futuro, no lo sé, me parece extremadamente difícil. Para mi fortuna ya estaré muerto. Un buen título esculpido en mi lápida podría ser: «morí a causa de ustedes, jodidos iletrados». Por supuesto, las letras no lo son todo, ya que existe el arte, la sensibilidad de los sentidos, el amor propio, etcétera, pero si me hablas de literatura, eso es, creo yo, asunto de algunas minorías que desean un mundo menos pacato ―me refiero a la posibilidad de leer buenos libros, no anuncios, chismes o publicidad en las redes―; aunque de vez en cuando se me acerca una lectora que me pone a temblar. No voy a negarlo.

«La risa que despierta Cioran es una hilaridad metafísica»

G. M.― ¿Con qué ensayistas te has divertido más?

G. F.― Definitivamente leyendo a Cioran. Es evidente que Mark Twain, Hunter S. Thompson, Quevedo, Rabelais e Ibargüengoitia ―también el Félix de Azúa de sus primeros libros― me han hecho feliz por momentos, aunque no requiero estar divertido, que sí enojado o encabronado. Sin embargo, Cioran es inigualable. ¿Por qué? A causa de su amargura maliciosa, de su estilo que no logra evadir el escarnio de sí mismo; mas principalmente porque ha construido un sepulcro festivo. La muerte se ríe a su lado. Y nosotros nos acercamos a escuchar sus conversaciones y quejumbres lúdicas. Por otra parte, es un artista de la maldición, pero se trata de una maledicencia socarrona que sólo algunos tenemos la posibilidad de disfrutar en su brillante oscuridad. Quiero decir que no me interesan, es una cuestión muy personal, los escritores que hacen lo posible para mostrar un picaresco sentido del humor. La risa que despierta Cioran es una hilaridad metafísica. Es evidente que sus ensayos históricos o filosóficos más serios han sido importantes para mí ―Historia y utopía, por ejemplo― y me ayudaron a comprender el mundo de las palabras y las cosas, de las pasiones y las deslealtades, pero no logro evitar reírme cuando Cioran hace mofa de la estupidez humana y se ensaña con ella.

G. M.― ¿Considerarías legítimo mandar fusilar a los culpables, a través del velo académico, del acartonamiento del ensayo? ¿Quiénes serían en todo caso responsables?

G. F.― Yo hubiera estudiado literatura en alguna universidad o instituto a condición de jamás escribir literatura. Por supuesto que esto incluye los ensayos y demás géneros de la novela ―que lo abarca todo―. Estudiar en la academia no te garantiza la erudición perspicaz, ni la gracia. Mucho menos que seas capaz de saber escribir o mantener un estilo valioso. Es verdad, estamos hasta el cuello de estudios prescindibles y de piruetas académicas y eruditas. Por descontado, hay grandes excepciones y yo me he nutrido de ellas. La cuestión es que los académicos deben preservar para mantener su puesto, su plaza, su prestigio. Ganan dinero a costa de denigrar al ensayo literario: lo transforman en tesis, documento, tratado, artículo para una revista especializada; pero casi siempre sus trabajos nacen muertos; sólo se leen entre quienes los escriben. Es su destino, sin embargo el hecho de que la literatura sea hoy cuestión de minorías, no merece el agravio del mamotreto académico ―repito: hay excepciones y podría nombrar a muchas de ellas―. No los mandaría fusilar, como sí lo haría con otros criminales, secuestradores, políticos, etcétera, pero yo les pediría a tantos ensayistas y escritores que no utilizaran la academia para sepultarnos con sus trabajos mediocres, sin genio, eruditos y carentes de sustancia. Que nos dejen esa labor a quienes no fuimos a la universidad.

«No me siento feliz en el país en el que vivo y no puedo hacer nada al respecto. Quizá marcharme, o resignarme, que, como escribió Schopenhauer, es una de las más sabias virtudes que podemos alcanzar»

G. M.― Cuéntanos un poco sobre tu nuevo libro de ensayos.

G. F.― Desorden. Crítica de la dispersión pura es un libro que, desde la literatura, intenta mostrar que todas las cosas del mundo se hallan relacionadas entre sí, sin seguir un camino rígido o dogmático para reunirlas o hacer teorías comprensivas acerca de cualquier tema. No hay Verdad con uve mayúscula; hay que conversar. Giambattista Vico escribió en el siglo XVIII que las matemáticas eran un invento, no un descubrimiento. Se trata de una guerra contra el todo, como expresaba Lyotard. No se necesita ser culto o versado en temas de filosofía ni en ninguna rama humanista para percatarse de estas características. Sólo hay que saber leer y poseer cierta sensibilidad y sentido del humor. En mi libro no hay una estrategia visible, ni notas a pie de página, ni referencias precisas de citas o de libros. Que se lea como una novela, pues en realidad eso es, pese a que parezca un ensayo literario. Yo no soy filósofo, mas me interesa el lenguaje, la especulación, la broma, las ideas, y el ejercicio creativo de estar jodiendo. Por supuesto, cito a una centena de filósofos y escritores dentro del texto, como en una novela, pensando acaso que despertarán la curiosidad del lector común. Luego de mi sorpresiva experiencia leyendo a Walter Benjamin, concluí que la dispersión podía ser una estructura maleable de conocimiento; no precisamente un método. Hay capítulos —se los pueden saltar— en que la rabia me abruma y hago críticas a la economía ―de los banqueros, financieros, y demás lacra que no toma en cuenta el trabajo honesto, sino la argucia y la especulación cínica―. No me siento feliz en el país en el que vivo y no puedo hacer nada al respecto. Quizá marcharme, o resignarme, que, como escribió Schopenhauer, es una de las más sabias virtudes que podemos alcanzar. Desorden es el libro de un escritor que ha puesto en la mesa la dispersión, el relativismo inteligente, el pragmatismo, la literatura, el arte y la experiencia personal, vital, única, para construir exactamente algo que Kant despreciaría ―a los trescientos años de su nacimiento; de allí el título― pero que, no obstante, si poseen ánimo, fuerza y deseo, puede ayudar a que seamos más libres. No estoy jugando, aunque el juego es parte de la sustancia del libro. Harto de los filósofos académicos he escrito un libro que puede leer cualquier lector interesado en las ideas, en su vida única, en la libertad, en el lugar donde ha nacido. Todo está relacionado con todo, olvidar eso es parcelar el conocimiento y la experiencia del mundo. ¿Qué más queda? He escrito una obra nunca antes concebida. Siento mucho ensalzar mi vanidad.

G. M.― ¿Algo que quieras agregar?

G. F.― Nada, en absoluto. Al contrario, quisiera haberme callado.

Foto: © Yolanda M. Guadarrama.