15/4/24

Cuaderno de Túnez: Jardins de Carthage

Por Filpio del Puente


Y la tierra me respondió cuando le pregunté:
—¡Oh, madre!, ¿odias a los hombres?
—Bendigo, entre los hombres, a los ambiciosos,
a aquellos que aman afrontar los peligros,
y maldigo a los que no se adaptan a los cambios del tiempo
y se contentan en vivir la vida
como las piedras.

«La voluntad de vivir», Abou el Kacem Chebbi

Hoy se celebra en Túnez el Aid. He firmado un contrato como profesor en un liceo francés y desde hace un par de semanas vivo en un lugar muerto llamado Jardins de Carthage. Tan pronto como dejé caer los pies en esta tierra no he pensando en otra cosa que no sea rehacer las maletas y largarme.

La ciudad entera huele a jazmín con mierda. Ese perfume magrebí que encuentro en los taxis, en los centros comerciales, en cada tienda a donde entro, en las calles, en el liceo donde trabajo, en las mezquitas, me hace pasar los días entre arcadas y llenando mis pulmones de aire para aguantar la respiración como si estuviera dentro del agua.

Aquí el sol no se acaba nunca. La agresividad de los árabes que enseñan los dientes para comprar une banette o pedir un taxi siempre desde la intimidación y la provocación, desde el rencor y el egoísmo. Hombres flacos y malolientes con un té de menta con piñones en la mano, calzados con medias viejas y sandalias de plástico desgastadas a la manera de sus ídolos de fútbol, vestidos con una capa de polvo igual que cada coche que pasa, con un grito escapando siempre de sus bocas en una rabia declarada contra todo y contra nada. Las mujeres vienen y van por les souks también gritando, también cubiertas de polvo, también con un ligero humor a mierda y a jazmín, unas envueltas en sus hiyabs y otras con hermosas y gruesas cabelleras despeinadas que, imagino, serían las de un animal mítico. En una porción tan antigua del mundo todo se ve nuevo, gris, con obras de edificios en perpetuo estado de construcción; hasta el aire, atrapado en su desencanto, no circula, permanece quieto, pesado, dejándose morir como agua descompuesta. Su lengua está hecha de escombros gemebundos, su música es un grito y su comida un vómito caliente. Hay basura por todas partes, y la violencia que no perdona. Cuando salgo, no faltan las miradas de desprecio des ces salauds sentados afuera de los salones de té; muchachitos o viejos aletargados; yo les pago con la misma moneda, siempre alerta, siempre a la espera de que alguno de esos cabrones salte ladrando desde su silla con un cuchillo del tamaño de su brazo, para ofrecerle a Alá mi sangre como si yo fuera un cordero resignado, listo para entregarle, sin más, mi vida.

Qué diferente es la luz de mi Túnez a la que vio Paul Klee en el mismo lugar, pero con cuánta fe busco encontrarla y seguir las rutas casi primitivas que describió Maupassant en su cuaderno de viaje La Vie errante. A algo me tengo que aferrar.

Vine aquí buscando escribir los grandes versos y comer del Mediterráneo; aprender de sus músicas y de sus poetas, apropiarme de sus paisajes y hacer distancia para entender de otra manera a mis calles y a mi gente, hablarme en otro idioma y encontrar en lo lejano puertas que me llevaran a esa mi casa que hasta hoy ha sido sólo un presentimiento. Pero di con esto que tengo en las manos, y que sostengo con asco y a la vez con ternura, mirando desde la ventana de mi blanco y vacío departamento de Jardins de Carthage, dejando que los cantos de las mezquitas entren y se instalen y se pongan a roncar los extractos de un Corán que a mí no me dice nada.

Colina del Odeón

Y cada noche, cuando salgo a correr, una luna que nace en el Sáhara se levanta y la carretera se ilumina. Mi barrio sin luz es regado con ella y sólo el follaje de los árboles y las hierbas se quedan en las sombras, negándose a ser tocadas por la luz del presente, como una vegetación pintada al carboncillo por donde la historia respira, negra, infranqueable. A mi paso, algunas mujeres atraviesan las calles y los baldíos, y son fantasmas envueltos en esos larguísimos vestidos y velos marrones o negros, luego se guardan en sus casas y una luz eléctrica se enciende al interior como única señal de que ahí existe vida. Los ojos de las cabras me adivinan sin interés, pero su sola presencia hace que mi trote lleve otro ritmo mientras cruzo sus terrenos; metros más adelante, a mis costados, descansan las ruinas púnicas de Cartago que también me miran, y entre su silencio y el mío, entre mi respiración y su majestuosidad inerte, parece que un diálogo se ha ido haciendo. Me acerco a La Marsa por el Boulevard de l’Environnement y, como una ballena que ha salido a respirar, emerge la mezquita Mâlik Ibn Anas, callada y pulcra sobre la Colina del Odeón. Sigo por la rue du Maroc hasta las puertas de Sidi Bou Said, rodeo la mezquita blanca y azul que se eleva sobre la glorieta principal y subo por el pueblo hasta llegar al mirador en donde cada noche me detengo un largo rato, y entre temas de Laurent Voulzy, Franco Battiato y Munir Sashir, voy desgranando esperanzas que arrojo una a una hacia un mar nocturno que no se distingue, sólo se escucha. Una nueva geografía se suma al mapa de mis sueños.

Me pongo de pie. Es hora de regresar a casa.

Carrefour La Marsa

Esta tarde una mujer cayó detrás de mí. La vieja que la acompañaba soltó un grito que me hizo voltear y ver el cuerpo tendido en el suelo caliente. Me apresuré para ayudarla. Las gruesas carnes de la mujer apenas le respondían, y del hiyab salía un rostro comprimido por el dolor. Entre la vieja y yo levantamos a la mujer caída, que no se atrevió a abrir los ojos. Fui a buscar su zapato, que voló a un par de metros, se lo entregué y me alejé de ahí.

Tengo que salir de este lugar.