9/5/24

Diego Trelles Paz y el arte de injuriar (a tu país)

«Lo que mueve a sus personajes se remonta a un pasado no tan remoto, [...] cuyas crueles secuelas explicarían por qué el Perú sigue jodido»

Novela
La lealtad de los caníbales
Diego Trelles Paz

Anagrama, Barcelona, 2024

Injuriar a tu propio país es un arte. En literatura, es un subgénero selecto en el que algunos autores han utilizado la novela para ajustar las cuentas con la patria de origen y darle un simbólico tiro de gracia. «Matarla» a través de las palabras como muestra de odio, amor y compasión: para que no sufra más. Si el arma es la novela, el exilio hace de mira telescópica, para acertar desde la distancia. Es el caso de Thomas Bernhard, con Austria; de Fernando Vallejo, con Colombia; de Horacio Castellanos Moya, con El Salvador; y de Diego Trelles Paz (Lima, 1977), con el Perú. Al menos, en este último caso es la impresión que me queda después de leer su más reciente novela, La lealtad de los caníbales.

¿Qué nos cuenta esta novela?, es una pregunta difícil de contestar. Mejor empecemos explicando dónde suceden las cosas que aquí se narran. Zoom in progresivo: Perú, Lima, el bar del chino Tito. Este bar será el punto de cruce del elenco de personajes que se reparten el protagonismo de la historia. Como en la Comala de Rulfo, todos cargan con una pena, una culpa y un rencor. Entrar en este libro es entrar al Perú. Y entrar al Perú, parecen decirnos sus personajes, es entrar al infierno. Un infierno latinoamericano, eso sí, donde los disparos, los golpes y las puñaladas se van propinando y encajando entre cervezas y carcajadas. Y este es el primer rasgo que atrapa al lector, el absurdo humor de ver, por ejemplo, al chino Tito poniendo a prueba los conocimientos de su empleado Ishiguro sobre las películas de Martin Scorsese. El chino Tito, se nos aclara, no es chino sino nikkei, como se designa a los inmigrantes japoneses y a sus descendientes en el Perú. El más tristemente famoso de ellos, por supuesto, es Alberto Fujimori, cuya sombra de crímenes perpretrados planeará a lo largo de la trama de esta novela. Porque en el «dónde» de los acontecimientos aquí narrados debemos incluir el «cuándo», que es el territorio del trauma.

La lealtad de los caníbales está ambientada en el presente del reguetón, los memes y el éxodo masivo de «venecos» en América Latina, pero lo que mueve a sus personajes se remonta a un pasado no tan remoto, el de la guerra del gobierno de Fujimori contra Sendero Luminoso a principios de los años 90, cuyas crueles secuelas explicarían por qué el Perú sigue jodido.

Si en una novela como La viajera del viento (2016), de Alonso Cueto, el protagonista siente su vida convulsionarse al reconocer en la calle a una mujer que durante esa guerra él mismo creía haber asesinado, en la obra de Trelles Paz es Ishiguro quien, ya adulto, se estremece ante la posibilidad de haber dado con la Chata, la funcionaria del grupo Colina, que torturó y asesinó a su padre. Pero la impunidad y la corrupción militar no son aquí solo un asunto del pasado. El Comandante Arroyo es quien encarna en el presente la continuación de una idéntica manera de ejercer el poder, aunque en el contexto menos visible de una aparente paz en una aparente democracia. Arroyo y su grupo de subalternos ―entre los que destacan el capitán Rudecindo Contreras, excelso imitador de Juan Gabriel, y el tenebroso suboficial Manyoma, un psicópata que mata a sangre fría mientras despliega elaboradas teorías sobre la grandeza de las canciones de Whitney Houston―, redondearán sus sueldos mediante secuestros y extorsiones de distinto tipo.

Hay todavía más personajes involucrados: Blanca, la negra peluquera colombiana; el repulsivo pequeño empresario Nemesio Huamani; el padre Corradi y el padrecito Pablo; Fernando Arrabal, troll a sueldo, enamorado de la enigmática Carmen Infante; Rosalba, cocinera del bar de Tito; Sofía, la amiga de Rosalba, que la desespera y atrae a partes iguales, y muchos más. De hecho, el grueso de esta novela de casi cuatrocientas páginas transcurre en el despliegue de este ambicioso dramatis personae, cada uno acompañado de su propia biografía.

Es posible que algunas subtramas, que se regodean quizás excesivamente en lo grotesco, pudieran haberse eliminado sin que sufriera la estructura y el sentido de la historia. También, que la novela hubiera ganado más soltura si desde el llamado hablante básico, ese que se pregunta «¿quién narra?», no se insistiera tanto en convencernos de que la situación en el Perú es peor que en los demás países de América Latina. No obstante, este tremendismo no es tal. Diego Trelles Paz es peruano y vive en París. No sé si existe un término equivalente al nikkei para referirse a los escritores peruanos en París, pero recuerdo que uno de ellos, después de escuchar una ronda de desgracias, dijo: «el momento más grave de mi vida no ha llegado todavía».