26/6/24

Un poco de hachís para Sor Juana

Por Guillermo Fadanelli


La cuerda que sirve al alpinista para escalar una cima, sirve al suicida para ahorcarse, y al marino para que sus velas recojan el viento.1

Antonio Escohotado


Vivía en un departamento en el centro de la ciudad de México, a mitad de la calle de San Jerónimo y a un lado del Claustro de Sor Juana; de manera que la presencia de la monja erudita y excepcional se encontraba allí dibujada entre brumas. Si aquellas monjas conventuales bebían chocolate a la hora de convocar en sus celdas las reuniones más profanas, y Juana de Asbaje, además, se había convertido, a partir de su curiosidad y talento, en una de las más imponentes inteligencias del siglo, su influjo debió de explayarse hasta las habitaciones de mi casa. En las reuniones que convocaba yo en los años noventa no existían las prohibiciones dogmáticas en mi departamento, sino que cada uno administraba su libertad como lo consideraba conveniente. Si bien no encontrabas inteligencias a la altura de la monja jerónima, aquellas reuniones se hallaban plenas de artistas, amigos estrafalarios, polizontes silenciosos, jóvenes que abominaban de su futuro y actores de toda clase o ralea. Fue allí donde fumé por primera vez un cigarro de marihuana que, casualmente, había llegado a mis manos. Me desagradaba el aroma, sumado a las nubes de humo que se expandían sobre los fumadores, y no me parecía grato que el cigarrillo hubiera pasado antes por la ansiedad de distintas bocas. Como además me consideraba, en aquel entonces, un santo bebedor, los efectos de la marihuana aunados a los efectos del vino me provocaron súbitos cambios de presión, los cuales me acercaron a los bordes de la lipotimia. Yo era entonces un hombre fuerte y capaz de vivir en la garganta de un perro, pero mi inexperiencia respecto a la marihuana y la colosal potencia del cigarrillo que llegó a mis manos me derrotaron casi de un golpe.

El tiempo me dio el necesario conocimiento que uno debe tener de sí mismo y pese a que nunca he rechazado una invitación a fumar marihuana, hachís o cualquier sustancia derivada del cánnabis y del cáñamo, he encontrado las sustancias adecuadas para vivir con la mínima felicidad que un ser humano se merece. Creo que la felicidad o el placer no son sentimientos ni emociones constantes, sino que más bien se ofrecen momentáneas y efímeras varias veces a lo largo de la vida. No existe una persona totalmente desgraciada ni tampoco completamente dichosa, por más que existan hedonistas y también seres cuya conciencia trágica los lleve a teñir de oscuridad el espacio que habitan.

Creo, sin duda, que una persona que se abstiene de consumir sustancias en aras de una prejuiciosa salud es, en realidad, un ser incompleto. La inteligencia, que entiendo como conocimiento y relación que el individuo procura con su entorno para sobrevivir, sería sesgada o parca si careciera de estímulos que amplíen la percepción de sus sentidos y la experiencia de la diversidad que contiene el mundo ―escribe H. G. Gadamer sobre los orígenes ambiguos de la palabra clásica latina: «La intelligentia es la forma más elevada de la comprensión»―. No me detendré en la genealogía del cáñamo ni en las primeras experiencias humanas con marihuana y hachís, las cuales podrían situarse desde la China milenaria hasta la Europa céltica, ni tampoco en su consumo durante algunas ceremonias religiosas, o en su eficacia para innumerables efectos medicinales. En nuestros tiempos ―los cuales comienzan probablemente desde el Renacimiento, o desde Pico della Mirandola, por nombrar al humanista más célebre― es necesario insistir en que la conciencia de la libertad y su fortalecimiento en la conducta y ética del individuo son indispensables para vivir mejor. El rechazo legal a consumir sustancias o estimulantes como la cocaína, la marihuana, los opiáceos, etcétera, no sólo lastima la libertad necesaria en la búsqueda común del bienestar, sino que también socava la necesidad humana del conocimiento. La libertad requiere de límites para construirse, pero esos límites no son prohibiciones dogmáticas, autoritarias o absurdas, sino acciones convenientes, inteligentes y maleables cuyo propósito es proteger al resto de los miembros de la comunidad. Quiero decir que los límites inteligentes que crean una libertad esencial son también conversación entre diferentes, mientras no sean imposición unilateral o acrítica.

Si bien en mis reuniones entre amigos y artistas el alcohol es, regularmente, la sustancia que más empuja a los invitados hacia un exhibicionismo eufórico, la marihuana en sus múltiples formas y gradaciones estimula más la convivencia o la tranquilidad. Lo anterior no quiere decir que no exista una interpretación íntima de las sustancias; en mis mesas, ahora y en aquel entonces, la marihuana volvía lenguaraces a algunos, a otros torpes, a unos los dotaba de una inteligencia inédita y a otros los sumía en un silencio bovino casi insoportable. La salud es el silencio del cuerpo y por lo tanto una especie de muerte en vida. Sin embargo, cuando uno acude a sustancias estimulantes, drogas o fármacos con el propósito de experimentar y encontrar un espacio confortable para habitar en él, entonces está haciendo uso de la libertad y de la crítica, ya que ninguna de las dos podría tener presencia en ausencia de la otra. La crítica es la inteligencia humana orientada a un mayor conocimiento del mundo y a nuestra adaptación hacia lo que nos parece extraño. Es entonces cuando la libertad se despliega con mayor profundidad y nosotros podemos consumir cualquier clase de sustancia, siempre tomando en cuenta que el veneno es la dosis y que los cuerpos son diferentes, de modo que cada quien deberá encontrar la casa más habitable para su imaginación y confort: saber administrar sus paraísos o sus infiernos. Ma Huang, la planta china que da lugar a la efedrina; el safrol, aceite presente en la nuez moscada, en la pimienta o el perejil y que precede al MDMA; el hongo cornezuelo, simiente del ácido lisérgico; o la Cannabis sativa que da origen al cáñamo y variantes como la marihuana, son un ejemplo evidente de la buena relación entre las plantas y la sensibilidad humana.

El sentido lúdico propio de nuestra capacidad artística, el consumo improductivo, la fiesta y la conversación creativa se ven colmados con sustancias como la marihuana, el café, la cocaína o el vino. Los artistas que a lo largo de la historia han convivido con drogas son innumerables y, como sugirió el filósofo español Luis Racionero, quien también gustaba de la cocaína, estos artistas son los verdaderos legisladores de la expresión humana. Los vicios son la sal de la vida y además atraviesan las paredes a su antojo; por ello es conveniente mantener una buena relación con ellos. Todavía recuerdo aquellas reuniones en mi casa al lado del Claustro de Sor Juana. En alguna noche larga y onírica la monja y yo intercambiamos estimulantes: ella me ofreció una taza de chocolate para levitar y yo le procuré un poco de hachís al que, casualmente, también se ha llegado a conocer como «costo» o «chocolate». Y la pasamos muy bien, conversando sosegadamente, aunque algunos siglos se interpusieran entre nuestras vidas.

1. En alusión a la diversidad conceptual de drogas.