14/6/24

Cuaderno de Túnez (II): Mar y también mi casa

Por Filpio del Puente

Cada vez que tengo un momento de calma, vengo a la playa de La Marsa, me tiro en la arena un largo rato y veo las olas repetirse delante de mis ojos. Han sido días llenos de trámites para poder vivir y trabajar en Túnez; ir de una oficina a otra, darme de alta en algo, hacerme de las primeras facturas, sellos, permisos, abrir una cuenta de banco, enterarme de cómo pagar el gas, la luz, los servicios más indispensables. Poco a poco voy recogiendo expresiones, palabras, los usos de la gente, los ritmos con los que se mueve esta ciudad. Las tardes son largas aquí; termino las clases, salgo de la escuela y avanzo por un pasillo que conecta al plantel con los departamentos en donde vivimos los profesores; dejo mis cosas, organizo unos papeles, cuento mis dinares y salgo a buscar un taxi para seguir dándole forma a mi vida en el Magreb. Es entonces cuando la luz del día se aquieta y los minutos avanzan lentos, como hechos al óleo, por eso las impresiones que recojo en estas horas son lo mismo que si contemplara una pintura. Pero en días como hoy me quedan estos momentos y los invierto en caminar por el barrio, llegar al mar y dejar que la pintura cambie, de manera imperceptible, sus colores.

La Marsa tiene lugares a los que les he tomado afecto, lugares que he ido descubriendo por accidente; doblando en la esquina de alguna calle que parece un tajo hecho sin cuidado en el mapa, siguiendo el humo y los olores que salen de un establecimiento, embaucado por los ruidos de la muchedumbre concentrada en la puerta de un local, atraído por la fachada o por algún rincón que a veces parece plaza y otras un puño de dados tirados al suelo, pares y nones que sumados resultan en una matemática perfecta que logra conmoverme: el árbol erguido afuera de una mezquita que funciona como minarete vegetal, el salón de té pintado de azul y blanco con sus tapetes árabes, su música árabe, sus ruidos árabes, sus pequeñas mesas árabes y sus árabes ancianos coronados con un fez, sosteniendo, ora un rosario, ora el vaso con el líquido café, verde, ora un teléfono. Y la luz aceitosa que se deja caer en donde puede y muere, lenta, sigilosa, satisfecha sobre lo que va tocando. Si en mis maletas pudiera llevarme algo de este país, me llevaría la luz de estas horas.

Me gusta entrar en el café Ben Yedder de la avenida Ali Balhaouène y pedir una o dos tazas para beberlas de manera rápida, mientras muelen mi pedido y alcanzo a guardarme dos o tres palabras de ese tunecino hecho de todas las lenguas que sale en forma de escupitajo por las bocas de las personas que beben a mi lado. Justo detrás de la avenida, en la minúscula calle Madagascar, se encuentra Chez Zina, un restaurante de comida típica, que es de los pocos lugares en donde he podido encontrar algo comestible. La noche se hace en el mar, pero antes de ponerme de pie y salir a buscar un taxi para volver a mi piso, le echo otra mirada a ese infinito oleaje negro para ver si me trae el sueño que se ha repetido desde hace tiempo: una embarcación hecha toda de marfil rompe la oscuridad, primero como un discreto ojo que se abre, luego, al fijarse en la arena, es un castillo blanco todo de hueso, que sin duda es mi casa, y que de algún lado expulsa una rampa que da hasta una pequeña puerta por donde yo entro para salir de una vez y para siempre, de este lugar.

Mañana, si el día lo permite y le saco al tiempo otro de estos momentos, vendré aquí para ver cómo la luz muere en las cosas y en mi carne, poder ver el mar, el mar y también mi casa.