24/4/24

«Gusano», un cuento de Antonio Ortuño


No podíamos encontrar nada más apropiado para nuestro primer contenido editorial ―no en una revista que toma su nombre precisamente del maguey― que este divertidísimo e irreverente relato mezcalero del tapatío Antonio Ortuño (Zapopan, 1976), publicado en su libro de cuentos Esbirros (2021), y que reproducimos por gentileza del autor y de la editorial madrileña Páginas de Espuma.

Gusano

I

Un hombre sentado ante una mesa, que no vive ni muere. Un tipo paralizado, hechizado, que no volverá a hablar más. Quieto. En pausa perpetua. Lomelí conocía la imagen: aparecía al comienzo de un relato de Sherlock Holmes. En él, se declaraba al detective incapaz de descubrir el motivo de que el periodista y duelista Isador Persano hubiera sido encontrado «en estado de locura, mirando fijamente una caja de cerillos que tenía delante y que albergaba un curioso gusano, al parecer desconocido para la ciencia». 
Yo sí conozco al gusano, pensó Lomelí esa mañana: es el gusano del mezcal. 
Y lo dominó el terror, porque estaba sentado ante una mesa, en su recámara del hotel. Y no podía moverse.

II

Lomelí no había ido a Oaxaca por voluntad. Siempre que podía visitaba la ciudad, pero esta vez no experimentó la sensación de goce que lo asaltaba, por lo general, al escuchar la palabra Oaxaca. Lo que hubiera querido, al llegar, era ver a los amigos, deambular por las calles, sentarse en una plaza («¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!») y admirar el moroso vaivén de la gente; leer los cartelones de las protestas populares del Zócalo y, una vez sonado el medio día en el reloj, meterse a la cantina. No quería obligaciones: nunca en aquella ciudad en la que no le daban ganas de más cosa que desaparecer. Pero lo convocaron por asuntos laborales y no pudo negarse. 
El Infierno, se sabe, está ubicado en el mismo lugar que el Paraíso. Solo que cuando estás en el Infierno tienes que trabajar.

III

Lomelí voló desde el otro lado del país y Oaxaca, a través de la ventanilla del avión, le pareció arrancada de un libro de estampas: las casitas de los alrededores, enclavadas en mitad de unos cerros bajos, como salidas de la decoración de un plato; y la ciudad entera, rodeada de hierba escarlata, se le antojó falsa de tan perfecta. La sensación de irrealidad la reforzó el aeroplano mismo que, como un juguete, debió dar vueltas antes de tomar pista para evitar que los vientos que llegaban de la cordillera se lo llevaran por delante. Al tomar tierra, a Lomelí lo inundó la sensación, más o menos injustificada, de que llegaba a un sitio mejor del que provenía.
Su trabajo consistiría en apoyar las reuniones de una delegación del gobierno con una misión china. Pero Lomelí era ingeniero, no tenía mayor experiencia en encomiendas diplomáticas, y durante los primeros días de la cumbre se limitó a fingir, con éxito, que estaba muy atareado. Recorría los pasillos del hotel sede, arriba y abajo, con mueca de concentración y nadie lo molestaba. Los chinos, funcionarios y empresarios, conformaban una apretada comparsa de hombres con gafas, ropas impecables y gestos de desdén. No mostraban el menor interés por amistarse con sus colegas mexicanos. Eran hombres solemnes o tímidos y, de entrada, los miraron como si revisaran un hato de ganado de mala calidad. 
Pero las pláticas avanzaron y el tratado, luego de tres jornadas de discusión en grupos y una plenaria, quedó listo. Si los chinos, que parecían algo volátiles, llegaban contentos a la ceremonia de la rúbrica, se dijo Lomelí, todo estaría resuelto. Como fuera, los ánimos mejoraron con el final de las mesas de trabajo y el alcohol comenzó a fluir. Los mexicanos se pidieron los primeros mezcales en la terraza del hotel sede a eso de las cinco de la tarde de un jueves, en medio de un estruendo de pájaros volviendo a sus nidos. 
El maldito mezcal. Lomelí estaba habituado a ese fuego líquido solo como remate de una juerga ya madura. Pero aquel día, en la terraza, mientras los extranjeros miraban con ceño fruncido a la media docena de funcionarios nacionales deseosos de embriagarse, descubrió que, si se esforzaba un poco más, si resistía el hartazgo por el sabor ahumado, el mezcal llegaba a convertirse, por sí mismo, en un compañero de borrachera asombroso.
Más mezcal, pues, dijo el cónsul. Lomelí hubiera preferido cerveza, mejor, para recobrar el aliento, porque el mezcal le estaba gustando demasiado. Pero ya eran las siete de la noche y los chinos mandaron decir con la traductora que también querían probar: la información turística trilingüe, que les habían dejado en sus suites, denominaba al mezcal «el néctar de los dioses» y ellos, curiosos, ansiaban echárselo al gañote. El camarero trajo una botella enorme, carísima, que el cónsul eligió de una carta tan nutrida como un directorio telefónico, y los chinos festejaron la materialización del alcohol con aplausos y risas. 
―Preguntan qué es esa cosa al fondo de la botella ―deslizó la traductora.
―Es el gusano. El gusano del mezcal ―respondió Lomelí. 
Los chinos sonrieron, excitados. Beberían un licor aderezado con bichos: cómo no hincharse de él. 
―Si se ponen locos, que nos firmen ahora mismo. Y nos vamos a beber a otro lado ―eso dijo el jefe de Lomelí, que encabezaba la delegación mexicana. No lo decía como broma: era un hombre menudo, exhausto y desprovisto de humor. Sabía que su misión estaba a punto de quedar completa y tenía prisa por liquidarla. En cuanto la delegación visitante firmara, solo faltaría mantenerla entretenida un par de días más. Y ya estaba previsto cómo: los iban a llevar a las pirámides. Llegando el sábado, los chinos tomarían el avión de regreso y dejarían de ser su problema.
El mesero sirvió los mezcales con unos gestos ampulosos que fascinaron a los visitantes: levantaba la botella por los aires y dejaba caer de ella un chorro potente como catarata. Los vasos burbujeaban unos segundos y, sin derrame alguno, se llenaban al tope. 
―Odio estos restaurantes finos ―le dijo Lomelí a la traductora, una chica sonriente y con lentes de aumento, que acababa de sentarse a su lado―. Todo lo convierten en mamada. Así no se sirve el mezcal. 
Ella se relamió los labios, nerviosa, y en vez de responder se metió un totopo a la boca. 
―¡Por la amistad de los pueblos! ―brindó el cónsul y la traductora se apresuró a verterles la dedicatoria a los extranjeros. 
Los chinos, vestidos enteramente de blanco, con coordinados de pantalón y camisa, se pusieron en pie y levantaron sus vasitos al estilo occidental. Luego se sentaron y los tomaron con las dos manos, a la manera de su patria, y se empujaron sus mezcales. Se produjo entre ellos un «oh» unánime de placer. La bebida merecía de sobra, declaró su superior, aquel apelativo de jugo celestial con que la obsequiaba la guía turística trilingüe. Eso informó la traductora. El líder agregó unas frases más. Algunos de sus subalternos rieron y, de pronto, todos se unieron a las carcajadas, como una ola blanca y feliz que retozara en la playa. 
―¿Les pasa algo? ―preguntó el jefe.
La traductora era mexicana pero sus bisabuelos habían llegado al país desde Cantón. Algo oriental sobrevivía en sus rasgos, pensó Lomelí: era delicada como el personaje de una acuarela. 
―Es que el término que usó el delegado también puede ser traducido como… Como… «semen». 
―¿Agua celestial?
Ella agitó la cabeza para asentir. 
―Dijo también algo como que ellos quisieran compartir su… Agua… Celestial… Con las muchachas de aquí… O con ustedes… Pero es broma, me parece. 
Se había puesto roja. Tendría veintipocos años: aún la sorprendían las idioteces de los hombres borrachos. 
―Los chinos nos están albureando, al parecer ―le susurró Lomelí al jefe. 
El funcionario se limitó a escuchar el dato con seriedad, como si le refirieran un obstáculo formidable. 
―¿Cree que sea de manera ofensiva? ―preguntó.
Lomelí se encogió de hombros. La traductora, que había seguido el intercambio, pegó un brinco alarmado. 
―No, nada de ofensa. Es de modo juguetón. Cortés. 
―¿Quieren que se las mamemos de modo cortés? ―gruñó Lomelí. 
A la muchacha le temblaban las manos. 
―No. No creo que sea grosería… Propiamente… 
Los chinos estaban concentrados, ahora, en la revisión del menú de la cena y repasaban, calándose los lentes, los subtextos en inglés que acompañaban las fotografías de los platillos. Parecían excitados ante la cocina oaxaqueña y acabaron por decidir que pedirían órdenes diversas de arroz con mole de colores. Y, por supuesto, más mezcales. 
Mezcal, dijo el cónsul, de nuevo. Y trajeron otra botella, con su gusano al fondo, como una turbia promesa. 
―Se van a pegar la enchilada de la vida ―aventuró Lomelí.
―No lo crea, ingeniero. En China se come mucho picante ―le respondió el cónsul, que había pasado un mes en Pekín en el año noventa y se sentía, aún, experto en los usos del lejano oriente.
El cónsul era un ancianito delgado y ventrudo. Hacía años que estaba retirado del servicio exterior pero les habían recomendado contratarlo como «facilitador» de las conversaciones del tratado. Y por eso lo tenían ahí, estilando sabiduría. 
Los platillos comenzaron a aparecer a manos de un cortejo de meseros. También arribaron un arsenal de canastas de pan y tortillas y platos de quesillo servido sobre hojas de plátano y servilletas bordadas y copas para la pequeña facción de chinos que se pidieron champaña. 
―¿Entonces mañana nos vamos a las pirámides? ―preguntó retóricamente el cónsul y el jefe de la delegación mexicana tuvo que toser, porque él había preferido quedarse a «ajustar detalles» en el hotel sede (es decir, a dormir unas horas más antes del acto protocolario de la firma) y el encargado de guiar la expedición sería Lomelí.
―Hay un autobús oficial a disposición ―susurró. 
―Ah, eso es un golpe maestro. Porque nuestra belleza natural no es cualquier cosa ―se alegró el cónsul. 
«Las pirámides no son naturales», pensó reponerle Lomelí, pero mejor cerró la boca. La traductora debió arreglar la tontería del facilitador en su versión para los extranjeros, porque el jefe de los chinos asintió con la cabeza de modo significativo, como si se hubiera dicho una gran verdad. 
―Dice que el cónsul tiene razón y que México es muy bello. Una joya sobre un campo verde. 
A los mexicanos se les llenaron los ojos de lágrimas por el cumplido. O por el mezcal. Sobrevinieron otros siete brindis. El reloj del templo sonó para marcar las diez de la noche. 
Mezcal, dijo el cónsul. Mezcal.

IV

La parálisis comenzó después de que Lomelí subiera a su habitación por segunda vez en la noche. La primera fue para orinar copiosamente y con la intención de quedarse, pero luego de hacerlo se sintió bien, renovado, como para volver a la terraza. Allá, el panorama era de batalla campal. El mezcal los había destruido a todos. Los chinos reían, se abrazaban entre sí, abrazaban a los mexicanos y uno de ellos, incluso, presentó una oferta para adquirir a la traductora como esposa de un hermano suyo que vivía en Indonesia. 
―Es broma, lo dice en tono de broma ―tartamudeó la chica, porque Lomelí ya estaba a punto de lanzarse al cuello del delegado extranjero. 
Mezcal, dijo el cónsul, y el chino se dedicó a beber más y dejó en paz a la muchacha, a la que había puesto más colorada que un camarón. 
―Cabrones ―recalcó Lomelí y se dio cuenta de que la lengua se le arrastraba. 
La ceremonia de la rúbrica había sido programada para las doce del día siguiente, en el salón Zapote Negro del hotel, que era el más lujoso y el único con aire acondicionado. Pero el mezcal y la cháchara hospitalaria del cónsul ablandaron tanto a los chinos que su líder, de pronto, se irguió, dio una palmada y mandó traer los documentos. Ya eran las once de la noche y, empeñosamente, las delegaciones de ebrios se sentaron a firmar el tratado. 
―Dice que no hay motivo para esperar. Y mañana prefiere pasarse el día en las pirámides… ―explicó la traductora, con un gesto de agotamiento que Lomelí quiso interpretar como alivio. 
Los mexicanos se habían quitado los sacos y aflojado las corbatas por el calor, y los chinos lucían menos impolutos que horas antes, todos sonrojados y sudorosos. Unos y otros formaron una valla humana alrededor de los jefes para que signaran el tratado. Una ovación cerrada, con chiflidos incluidos, saludó el apretón de manos final entre los líderes, ambos muy sonrientes, ambos tratando de estrujar con más fuerza que el otro la mano del colega. Un triunfo del diálogo humano. 
¡Mezcal, por favor! Eso dijo el cónsul. Parecía eufórico, con los ojos inyectados y el último mechón blanco en su frente levantado como la cresta de un pollo. Lomelí supo que el viejo volvería a la capital y actuaría ante su familia como si su dilatada experiencia hubiera sido crucial para destrabar el acuerdo. Y ellos lo admirarían porque el tipo debía ser millonario y mantenerlos a todos: hijos, yernos, nietos. Viejo pendejo, carajo. 
En algún momento, la traductora se cansó de que los mexicanos y chinos le pusieran la mano en el hombro o la cadera, como por casualidad, cada que querían que vertiera alguna frase, y desapareció por un pasillo oscuro. Nadie la extrañó: ya todos se habían animado a conferenciar en pésimo inglés. 
Serían las cuatro y media de la mañana cuando Lomelí volvió por segunda vez a su recámara. Arrastraba los pies. Descubrió que estaba agotado cuando, luego de unos minutos lidiando con los botones de la camisa, se dio cuenta de que ya estaban desabrochados. Se empinó un trago de agua y caminó al baño y metió la cabeza bajo el chorro del lavabo. Tenía demasiado calor. Hubiera querido saltar a una alberca pero el hotel no contaba con una o él no la había visto. Sentía el cerebro pesado, burbujeante, y las manos le respondían con lentitud, como si fueran aparejos que moviera con resortes. Se recostó sobre el cobertor de la cama, sin abrirlo, y clavó la mirada en el techo. Veía puntos de luz en la noche. Latían. Pudo dormir una hora o diez segundos: lo mismo daba. Despertó al escuchar cuchicheos y pasos en el corredor. Quiso saber de quién eran. Asomó la cara por la persiana y vio a un chino solitario, que avanzaba con dificultad y manoteaba y parecía regañar a un ente invisible a su lado. Lomelí trató de sonreír pero perdió el equilibro, dio dos pasos vacilantes y acabó de vuelta en el lecho. 
Sin pensarlo, como sacudido por una convulsión, se meneó para quitarse los pantalones. Con trabajos consiguió deslizarse de ellos sin abrir antes el cinturón. Quiso hacerlos rollo y se le escurrieron y terminó por arrojarlos a los aires. Los pantalones se estrellaron contra la persiana y una breve lluvia de moneditas cayó de los bolsillos y rodó a todas partes al golpear el mosaico del suelo. Carajo, se dijo Lomelí. Carajo. Pinche mezcal. 
Cerró los ojos. Quería pensar en la traductora, sus gráciles movimientos y el susto perpetuo en que vivía, pero se descubrió recordando algo diferente: no había cenado. Totopos sueltos, apenas. Y tantos mezcales que no fue capaz de dar con el número preciso de los que había ingerido. Los que podía fijar en la memoria eran alrededor de siete. Pero hubo más, varios más, y lo sabía. ¿Once? ¿Quince? Quiso sacar una cuenta de vasos y sumarlos. Había leído sobre personajes que bebían una botella y vivían para contarlo. ¿Se habría terminado una botella por sí mismo? ¿O más?
Volvió a perder la conciencia. La recobró y aún estaba oscuro pero ya no se escuchaba el barullo que caía, antes, desde la terraza. ¿Se habrían dormido todos al fin? Se incorporó con dolor. Un pie le patinó en el mosaico pero pudo mantenerse vertical. En el baño, la tina le pareció un destino promisorio. Un baño caliente, se dijo, para el dolor de espalda, para que los vapores contribuyeran a envolver y disipar la neblina de su cabeza. Apretó el botón que decía «Hot» y eligió cuarenta grados en el indicador de temperatura. Y se sentó, desnudo, al borde de la tina, a esperar. Era una suerte que la tertulia se hubiera desarrollado en la terraza del hotel, se dijo. Así no habían debido lidiar con taxis, caminatas, la posibilidad de un asalto callejero... Tenía, descubrió entonces, despellejados los codos. ¿En qué momento había pasado aquello? La mesa donde estuvo bebiendo era de madera y él se había arremangado, como todos, por el calor. Era normal que se hubiera tallado un poco. ¿Pero pelarse los codos así? Una náusea repentina lo obligó a tambalearse al retrete. Volcó buches de un líquido traslúcido que apestaba a humo: el mezcal. 
Ahora le dolían la cabeza, los ojos, el estómago y el pecho. Quería pensar en algo bueno, en la traductora, a su lado, acariciándole el cabello, pero solo podía enumerar tragos. Diez vasos. ¿Más? ¿Se habría terminado una botella él solo? Se hundió hasta la barbilla en la tina caliente. Sintió algún alivio. El peso tremendo de su esqueleto y sus extremidades rebeldes desapareció. Se acomodó de manera que su nariz quedara lejos del nivel del agua. No quería ahogarse. «Muere funcionario en penúltima jornada de cumbre», diría el encabezado del periódico. Sus padres, al otro lado del país, estarían inconsolables. ¿Qué pasó con nuestro muchacho? ¿Cómo pudo ser? ¿Qué le dieron?
Volvió a cabecear y el agua ya estaba fresca cuando recobró el hilo de las divagaciones. El calor se había alojado en sus piernas y brazos, que le ardían como si viniera de un paseo bajo al sol. Se talló un bíceps y parecía el de otra persona. El cuerpo se me está yendo, se dijo, y le dio risa la idea. Se encimó una toalla en los hombros y salió a la recámara. Estaba mareado. No tenía ninguna gana de recostarse: temía el regreso de las náuseas. Así que se sentó ante la mesita del cuarto, con las manos junto al jarro, y apoyó la cabeza en la tabla. Los brazos le colgaban. El suelo parecía bambolearse pero debía ser su cuerpo, en realidad. Apretó los ojos. Volvió a hundirse en la oscuridad. 

V

Lo despertaron los golpes en la puerta. Veía la luz entrar por la ventana, colándose por la rendija diminuta que separaba la persiana del reborde. Luz de mañana. 
―¡Ingeniero! ¡Buenos días! ―decía una voz que Lomelí no reconoció. Podría ser de la recamarera. O del botones. Quiso moverse pero no pudo. Le ordenaba a sus brazos y piernas levantarlo de allí y ellos se le negaban. Le dolía el cuello, supo, pero no lo sentía más que como el eco de un dolor. Ni siquiera los párpados respondían. Veía la recámara cortada, como si una cortina se hubiera quedado a medio recorrer. 
―¡Ingeniero!
Lo intentó otra vez, paso por paso. Pierna, muévete. Brazo, ven. Ojo, gira. Garganta, traga. Boca, grita. Nada sucedió. Su cerebro estaba solo. Otra andanada de golpes no obtuvo su respuesta. Entren, pensó, entren y hagan algo por mí. Pero no, nadie abrió la puerta. Hubo un largo silencio. Tal vez creyeron que no estaba en la recámara y se marcharon. Y lo dejaron allí, como un cerebro solitario. Sin físico. Sus ojos miraban la rendija de luz, un corte de pared, la persiana y el techo. Nada más. Ese era el único estímulo exterior. Trató de moverse. Fracasó de nuevo. 
¿Dónde había leído aquello? En alguna parte. En uno de esos libros que se compraba para leer en la playa, cuando iba con sus padres a perder el verano a Vallarta. Un libro pequeño, pegosteoso de bronceador y arena. Por supuesto: el tipo aquel, paralizado, con la vista perdida en un gusano. Detenido, inmóvil. Un objeto, una masa. Un cerebro sin ayuda. Isador Persano, muerto en vida. Algo parecido a la angustia le tocó la mente. Pero una angustia sin estómago revuelto, sin lágrimas ni crujir de dientes. ¿Y si me quedo aquí? ¿Y si ya no me levanto? Las ideas: moscas que zumbaban. Puto mezcal traicionero, pensó. Primero se te insinúa. Luego, cuando toma el control, dejas de existir como otra cosa que no sea una garganta que pase y un cuerpo que reciba. Era el gusano, el maldito gusano. Te lo bebes y en vez de caer al estómago sube a tu cabeza y se la queda. Era él. Ya no había brazos ni piernas ni labios, ya no había libertad. Y si sus pulmones se cerraban, si su corazón se detenía, sería el fin. Quiso gritar y no pudo. Quiso llorar. 
―¡Ingeniero!
Más golpes y pasos en el corredor: habían vuelto. Lomelí creyó escuchar un forcejeo con la chapa. La llave. Obvio. Había una llave de seguridad. Venían por él, benditos fueran. Claro: no lo habían visto bajar al desayuno ni ponerse al frente de la excursión a las pirámides y se habían preocupado. Hicieron las deducciones correctas. Y ahora llegaban, quienes fueran, salvadores, a dar con él allí, sin movimiento. Que entren, se dijo, que traigan a un doctor, que me inyecten algo. O me maten, al menos. Que me saquen, que me devuelvan lo que tuve o me lo quiten todo. Que me saquen de aquí. Por Dios. Odio al puto gusano. No quiero quedarme años quieto, en silencio, con él. Llévenme. Su mente se debatía más que la llave de seguridad en la chapa. Llévenme. Me duele tanto aunque no sienta, pensó. Me duele algo que no quiero nombrar. Me duele el alma. 
La luz se apoderó del cuarto cuando la puerta se abrió.

VI

Estaban todos allí: la recamarera, el hombre de la recepción del hotel y el botones. El jefe, el cónsul, la traductora. Y el líder de los chinos, con sombrero de aventurero y una cámara colgada del pescuezo. Lucían expectantes. Agazapados en ellos mismos, se le acercaban. 
Y todos se estremecieron cuando Lomelí pegó un grito escalofriante, como si le hubieran arrancado una espina del corazón, y se puso en pie de un brinco. Estaba desnudo, con la toalla alrededor del cuello. En el pecho lucía una mezcla de vómito, baba y sangre. Por sus mejillas caían lágrimas. Abría los ojos y la boca como si fuera un monstruo, una fiera hambrienta y las manos le vibraban. Y lo peor: su erección, pequeña, grotesca y oscura, apuntaba a los intrusos. Como si quisiera saludarlos mano por mano. Como una flecha que los señalara. 
Y Lomelí volvió a gritar como salvaje y ellos devolvieron el grito, aterrados. 
Carajo, dijo el cónsul. Tápese, ingeniero. Tápese, por favor.