25/4/24

Librería invitada: La Murciélaga (Ciudad de México)


El poeta y ensayista Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) nos presenta La Murciélaga, pretensiones aparte, una verdadera librería de autor. Sus fundadores son escritores, mediadores o entusiastas de la literatura con los que se puede conversar y llegar a tratos civilizados. Un lugar vivo y de buena salud, excepción singular en el circuito mexicano del libro de ocasión. Y un oasis para lectores beduinos, pues ofrece sombra fresca y un espejismo agradable en el desierto urbano.

Me gusta mirar las cosas de cabeza y por eso decidí, hace seis años, abrir una cueva de libros raros y descatalogados en un país de pocos lectores. Mi sexto sentido —es decir, mi intuición, no mi sonar— me convenció de que la cifra microscópica de 3,2 libros anuales per cápita debía enfocarse desde otra perspectiva y que no había manera de que, como país, cayéramos más bajo en ese rubro. La idea era apartar los libros de la luz escolar que pesa sobre ellos y desligarlos de todo sentido del deber. Así, de acuerdo a mi talante noctívago, mis puertas se abrirían en el crepúsculo, de modo que todo sucedería bajo la luz prestada de la literatura, a buen resguardo del sol y sus imperativos prácticos. Al final, puesto que los delitos y la inseguridad prosperan al amparo de las sombras, me resigné a convertirme en una librería vespertina, que al menos se da el lujo de darle la espalda a esas horas hipócritas y demasiado brillantes de la mañana.

A comienzos del siglo pasado, en las inmediaciones del Zócalo, uno de mis tatarabuelos que, para más señas, tenía inclinaciones estridentistas, se inventó una librería ambulante a la que bautizó, con ánimo lunático, El Murciélago. Yo quería hacer honor a su arrojo vagabundo y aletear por toda la ciudad, llevando libros hermosos bajo mi patagio, en una deriva libresca permanente, de barrio en barrio y, por qué no, de cantina en cantina, agotando en cada parada la provisión de bloody marys, pero luego me dije que al ser la lectura un vicio solitario, quizá lo que hacía falta era un lugar de reunión, una guarida colectiva, una cueva, precisamente, en la que recalaran esos espíritus melancólicos que quieren proseguir la conversación más allá de los márgenes de los libros. Y entonces, con la complicidad de cuatro lectores irredentos que además escriben y editan y se dedican a la crítica, me aboqué a la búsqueda de una caverna acogedora, de ser posible subterránea, que sirviera como refugio para los libros defenestrados y sin techo, para todos esos ejemplares que se quedan sin lugar a causa de la muerte, los divorcios y la bancarrota.

Si bien para los libros, aves migratorias e indóciles, una librería suele ser un lugar de paso, quería que mi cueva se convirtiera en un lugar de encuentro en el que se pudiera leer, conversar, discrepar, tomar mezcal y también bailar. Reconozco que además de los ratones de biblioteca, que tienen la costumbre de permanecer durante horas hojeando libros sin nunca comprar ninguno, los visitantes más asiduos son el polvo y el desorden; en mi defensa puedo aducir que a los lectores parece gustarles cierto nivel de confusión y azar, y que aguardan la llegada de la noche hurgando entre montones y pilas tembleques, ya que de esa manera invocan el hallazgo.

¿Que si me ha ido bien? Escépticos y detractores me advirtieron de que toda librería es un salto al vacío, pero ¡no contaban con que tengo alas! | Luigi Amara


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