Por Ramiro Sanchiz
Relatos
Un lugar soleado para gente sombría
Mariana
Enriquez
Anagrama, Barcelona, 2024
Hay muchas maneras de pensar el género del
horror, pero una de ellas lo representa como un territorio: una zona
perturbada y perturbadora habitada por monstruos y recorrida por
stalkers como aquel de la película de Tarkovksi: sujetos marginales,
generalmente fracasados de este lado de la zona, pero capaces de abrirse
camino como nadie por el lado de allá, así como también de traer
objetos anómalos a nuestros territorios. Y en esto sirven de puente: en el
caso que nos ocupa, entre el horror y otros géneros u otras formas de
discurso, la historia, la filosofía, o esa entelequia que algunos llaman «la
literatura».
Entonces, si el horror es una Zona, los escritores y escritoras que resuelven sus fronteras y nos pasean por sus caminos y sus paisajes son los stalkers. Su truco es pensar la historia, pensar la filosofía, la ciencia, la tecnología y la cultura desde las categorías del horror, como hacen Reza Negarestani en Ciclonopedia y Eugene Thacker en su trilogía El horror de la filosofía. ¿La central de Chernóbil y la ciudad de Prípiat? Una Zona como la de Aniquilación, de Jeff VanderMeer ―o la película de Alex Garland―. ¿El capitalismo? Una historia de horror.
Algo de esto ―o más bien todo esto― nos permite también pensar en la obra de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973). Ya en las dos colecciones de cuentos que la consagraron ―Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016)― aparecían los monstruos de la historia reciente argentina ―o latinoamericana― presentados como habitantes de esa Zona del horror, junto a la violencia patriarcal y las tensiones de clase durante el capitalismo tardío, por nombrar apenas dos construcciones de sentido posibles. Después, en su magistral Nuestra parte de noche (2019), la autora profundizó esta pauta y la encaminó hacia los horrores más extraños, específicamente hacia el afuera a lo humano y las tensiones epistemológicas del weird lovecraftiano ―que podemos entender, a la manera de Mark Fisher, como el contacto vulnerante con todo lo que le es ajeno o alien a lo humano y que, por tanto, nos resulta tan incognoscible como insoslayable―, siempre reinsertándola en la maquinaria narrativa y conceptual que articula la ya señalada producción del horror a partir de la historia y de la historia a partir del horror.
Un lugar soleado para gente sombría ofrece doce cuentos que no solo reestablecen esta fórmula sino que además exploran concebibles regiones nuevas de la Zona del horror contemporáneo. Así como en Los peligros de fumar en la cama aparecía «La virgen de la tosquera» a modo de anclaje lovecraftiano o weird, y en Las cosas que perdimos en el fuego ese lugar estaba ocupado por el ya clásico «Bajo el agua negra», en Un lugar soleado… la profesión de fe lovecraftiana está representada por «Un artista local», el penúltimo cuento de la selección, que narra la llegada a un pueblo del interior argentino de una pareja pronto atrapada por la presencia de entidades a medio camino entre nuestro mundo y el afuera a lo humano. A la vez, «Ojos negros», que cierra el libro, ensaya una variación literaria de un tópico creepypasta, avanzando en la línea tan trabajada por su autora de «actualizar» ―por decirlo de alguna manera― el subgénero del folk horror mediante el trabajo sobre leyendas urbanas, espiritualidad popular y, ahora, también mitos del futuro próximo.
Los cuentos que integran el libro fueron escritos en su totalidad después de publicada Nuestra parte de noche, y ofrecen ―seguramente por esa misma razón― una sensación de homogeneidad o compatibilidad mutua en términos de un proyecto literario específico, que podría entenderse como el reciclado de los recursos más o menos presentados más arriba y la exploración de zonas en cierto modo nuevas para su autora. Estas aparecen por ejemplo en «Metamorfosis», virtuosísimo ejercicio de body horror ―buena parte del libro lidia con el cáncer y otros horrores corporales: el envejecimiento, la enfermedad―, y en la hauntología tecnológica ―esa presencia espectral de las máquinas muertas, obsoletas― de «Cementerio de heladeras»; pero, además, Un lugar soleado… recicla y renueva el tópico consabido del fantasma, cuya (re)presentación en variaciones puede volverse un eje de lectura, incluyendo cuentos como el que da título al libro, «Mis muertos tristes» y «Los himnos de las hienas», en el que también comparece la historia argentina de las últimas décadas.
El recientemente fallecido Gonzalo «Tüssi» Dematteis, figura clave para la música y el periodismo cultural del siglo xxi en Uruguay, se refería a Mariana Enriquez como «la mejor de todos nosotros». No es que haga falta demostrarlo, pero, si fuera necesario, ahí están los doce cuentos de Un lugar soleado para gente sombría: doce máquinas narrativas precisas y perfectas, transmisiones desde el planeta de los monstruos ―que es, por supuesto, el nuestro.