29/4/24

Siete poemas de Rosana Acquaroni


Con otros seis títulos publicados, entre los que destaca el laureado La casa grande (2018), la poeta y profesora Rosana Acquaroni (Madrid, 1964) ha elegido para nuestra revista siete piezas de su libro más reciente, 18 ciervas (2023), un hermoso y lúcido poemario de madurez literaria sobre el amor y sus daños colaterales, del que compartimos estos versos por gentileza de la autora y del sello español Bartleby Editores.

1

Vi la cierva que el bosque
eligió para mí como encendida
quietud tras el ramaje.

No me atreví a moverme.
Mi corazón cosía sus pedazos
de piel entre las hojas.

Solo un perfil mostraba.

Era un ojo que mira
como un hueso de níspero
flotando en el estanque.

Me habló mientras la nieve
se cubría de pájaros:

—Hay que vivirlo todo—.

Y en su hocico de musgo
temblaba un avispero.

Después,
suspendido ya el tiempo
atrapada en el ámbar del instante
levantó la cabeza
—su tronco moteado,
sus cuatro extremidades—.

Desde entonces
me digo la verdad.

Cada mañana vuelvo
a la senda vacante
por ver si ella me aguarda.

En las horas de insomnio
siento su lengua que me arde
como un alga en la cara.

Ya me vence el cansancio.

Pero si ella regresa,
si la cierva viniera de nuevo a mis oídos
yo les pondría fin
a estas palabras.

*

(Atreverme a este amor
de cuerpos claudicantes.

Un amor que pretende ser oído
aunque nace caduco
cubierto de ceniza
y no quiere durar
sino acabándose.

Atreverme a este amor
de trazos desvaídos,
licor que llega tarde
y no calcula el frío que vendrá).

*

Igual que un corazón
puede seguir latiendo extracorpóreo
la piel que nos dijimos
se necrosa en contacto con la nieve.

Hay manzanas que enferman en mis manos
y muestras de tejido
que se vuelve fractal al microscopio.

Lo que digo es que siempre quedan restos:
bajo el pliegue del párpado,
en la incipiente boca
que ha sido arrinconada
y se ofrece de pronto
con la humedad sonora de otros labios.

(Yo quisiera saber
si las argollas que vimos en los muros
de contención
a la orilla del Tíber
sirven
para amarrar los barcos
o los amores).

Si no te hablara de él
sería
como una amputación
de lo vivido.

De su mano colgaba una cadena
con un gladiolo blanco,
yo era joven entonces.

Él traía algo roto en la mirada,
(pero quién era yo para negar
lo que tenía
por vivir).

Tampoco hay corte limpio
en el filo oxidado de un adiós.

—Aquella despedida:
«Cuando vuelvas a casa —le escribiste—,
ya no estaré»—.

Y, sin embargo,
tan solo habría hecho falta
perdonarnos
para avivar la eterna
espiral
del rencor.

*

Se encasquillan los bordes
de la palabra «puta».
Reverbera a destiempo.

No puede ser verdad.

No reconoces el tono.
Es la voz de un ventrílocuo.

La primera vez
no aturde ni hay dolor.
Es insonora.
Una hemorragia interna
que no llegará nunca
a derramarse.

Y sientes que tal vez
eres injusta.
Que amarte de otro modo
no ha sabido.
Y un día esa palabra es una piedra
que él arroja a un estanque
y se convierte en «loca,
te voy a reventar».

Palabras troqueladas.

Esta vez las escuchas
como si tus oídos
ya estuvieran disueltos
en el agua.

Sobrecoge la fosa
donde nada ni nadie
es suficiente.

—El sacrificio no sacia la demanda—.

No han quedado señales.
Algunas cicatrices
cosidas
en el alma.

Luego el querer retorna
y su luz nos redime
y regresan los labios
que borran las palabras.

Y el muñeco arrinconado
ya no mueve la boca.

*

De una casa sin alegría hay que salir corriendo.
Ana Pérez Cañamares

Dilucidar el ruido su dolor.
(Qué fue de dónde vino.
Cómo pudo el amor llegar a ser
disparo).

Una mañana
el petirrojo que acudía
a nuestro huerto
se posó para siempre
al borde lacerado de la herida.

Picoteó el clitelo
de la lombriz insomne.
Me susurró al oído:

De una casa sin alegría
hay que salir corriendo.

Palabras que son puertas
o desiertos.

(Tú sabes que tendrás que atravesarlas,
pues tienen orificio
de entrada y de salida).

*

El
perdón
es una
categoría
implícita en el daño.
Ada Salas

¿Qué hacer con el perdón?
palabra que autoriza a perpetuar el ciclo.

Engranaje sin fin
de una violencia
sorda
que sirvió de sostén para la culpa.

El que perdona siente un poder infinito.
El perdonado tiene carta blanca,
retorna a la casilla de salida.

Hasta dónde prestamos
los oídos al cortejo familiar.

Severa jerarquía.
Amores desleídos
en la leche materna.

*

He comprado la casa
donde seguramente moriré.
Acabo de mudarme.
Es un espacio ajeno,
vacío de recuerdos
donde nada nos pesa.

Mientras abro las cajas
y encuentro los objetos
que me acompañarán el día
de mi muerte,
las hojas de los árboles
tocan en las ventanas
como aquel hijo enfermo
que reclama a la madre
tirando de su blusa.

Me he comprado la casa
que será de mi muerte
paradero.

Limpio meticulosamente los armarios,
–hay salitre en sus baldas–,
arranco los precintos
y germinan los rostros
de aquellos que habitaron,
–su terca transparencia
de guirnalda sonámbula–.

Entonces se desprende
un exudado antiguo
de ciudad sumergida.

Me echo sobre la cama
para tomar aliento.
Una cama impoluta
que será del amor
también cobijo.

Cuando me asomo al patio
hay alguien que me observa
y es un silencio en llamas.

Al principio una casa es solo eso:
el tiempo que nos queda.

Sin embargo,
me he dejado una luz
prendida en el recuerdo
y estoy viendo a mi hijo
regresar del colegio con la fiebre
en los brazos.