3/6/24

Franz Kafka, una asfixia refrescante

Por Juan Pablo Bertazza

Cada dos por tres, siempre alguien sale a desmentir que hemos vivido equivocados: Kafka no era un depresivo, sino un tipo tan pero tan jodido que nos ha hecho caer en sus redes porque, en realidad, era un humorista.
Y no es que falten en su obra elementos absurdos que, es cierto, puedan provocarnos muecas al filo de la sonrisa. O incluso más. Pero la recurrencia y el tono de eterna novedad con que suele abordarse el asunto hacen recordar a aquellas disonantes carcajadas de los reídores de las viejas sitcoms que hacían algo aún peor que tratar de explicar el chiste: indicar el punto exacto en el que había que reírse.
La condición humorística de Kafka se está empezando a volver tan cliché como la infaltable mención de su incumplido último deseo por parte de Max Brod. Algo que se repite, se repite y se repite de un modo tan automático que quizá se corre el riesgo de dejar completamente de lado otras cuestiones que su obra, aún vigente, puede seguir disparando. Por ejemplo, algo que tiene que ver con uno de sus elementos más recurrentes ―la ambigüedad― y podría definirse como un confort en medio del abismo. No es casualidad que muchos de sus relatos, como es el caso del tardío «La madriguera», aborden, entre otros temas, la cuestión del hábitat, el permanecer un tiempo prolongado en un mismo sitio, sea bajo voluntad o no. La obra de Kafka es un ascensor hermético, uno de esos que se cierran al instante y, con solo mirarlos, producen claustrofobia. Y no es mera ilusión. El ascensor de Kafka nos atrapa, nos encierra, aunque ofrece, al mismo tiempo, una estadía de lo más placentera. Lo que genera la obra de Kafka es sarna con gusto o, mejor aún, una siempre refrescante asfixia.
Más que constituir un intento poco comprendido de comedia, quizá lo que produce la obra de Franz Kafka es un profundo y perverso sentido de lo contradictorio: hace que nos arrellanemos en el sillón para gozar la incomodidad existencial de quien es acusado sin ni siquiera saber el motivo. La obra de Kafka es, por eso mismo, una casa extremadamente habitable que todo el tiempo se está derrumbando y nos lleva a entregarnos de un modo casi infantil al enigma absoluto de saber si el agrimensor será aceptado en el castillo o no. La obra de Kafka provee, incluso, todo el calor del hogar mientras nos cuenta las vicisitudes de un joven que, en cierta forma, preconfigura al Meursault de Camus, viviendo una vida prestada en un país que su autor nunca visitó.
La de Kafka es una poética del espacio desterritorializado.

Descripción de Praga


Hay un texto que condensa y, a la vez, desborda toda su obra, incluso a partir de la enorme dificultad que implica su lectura y reluctancia a la hora de dejarse asignar un género: ¿borrador?, ¿cuento?, ¿nouvelle?, ¿novela? Además de inspirar la famosa escultura de Kafka realizada por Jaroslav Rona que se puede ver justo al lado de la sinagoga española, en la entrada al barrio judío de Praga, «Descripción de una lucha» es un bonsái representativo y, a la vez, traidor de la obra de Kafka. Por un lado, se trata de un texto bastante radical en el que ese confort del abismo al que hacíamos referencia no resulta tan habitable como América o El castillo, salvo por una potente razón: la sola y para nada despreciable amenity que ofrece «Descripción de una lucha» es su condición de único texto de ficción de Kafka en el que se reconoce la ciudad de Praga y hasta se mencionan algunos de sus sitios emblemáticos: «Cuando con pasos cortos crucé la puerta de la calle, la gran concavidad del cielo con la luna y las estrellas, la plaza con el Ayuntamiento, la columna de la Virgen y la iglesia se me vinieron encima».
Es notable la precisión que alcanza esa frase para cualquiera que haya estado alguna vez en Praga, una ciudad tan hermosa como confortable en la que, sin embargo, y tal como indica Kafka, monumentos, palacios, iglesias, castillos y hasta el mismo río Moldava se te vienen encima de un modo bastante similar a su propia obra. Porque es verdad que Kafka es Praga, así como Borges es Buenos Aires.
Cuando visité por primera vez Praga en 2014 sin saber del todo que, cinco años después, me instalaría en esta ciudad cuya primera impresión me había parecido horrible, hubo un momento en el que sentí que empezaba a entenderla. Como había llegado muy tarde desde el aeropuerto, estaba en mi habitación del hotel La Fenice de Vinohrady que, en ese momento, era tan majestuoso como económico, y se me ocurrió ponerme a ver la película Kafka (1991) de Steven Soderbergh. Ese comienzo en el que, luego de una serie de imágenes góticas, santas y borrosas, se muestra una persecución en el Puente de Carlos, me generó una fascinación capaz de desplazar cualquier otra adicción que existiera en ese momento. Sentía la emoción de haber llegado a un abismo tan sosegado y habitable como un nido, justo lo que me habían producido las lecturas de Kafka algunos años antes, cuando me empezó a llamar la atención esa ciudad del otro lado del mundo cuyo nombre quiere decir «umbral».
A cien años de la muerte de Kafka, y en un contexto en que su figura oscila entre el usufructo de la industria del turismo y la revalorización de la intelectualidad checa tras los largos años de invisibilidad del comunismo, es curioso que sus propias huellas en la ciudad también estén marcadas a fuego por la extrañeza de su literatura. Con la excepción, o no, de su tumba en el Nuevo Cementerio Judío, un lugar no tan fácil de encontrar para el turista, la accesibilidad de muchos de los enclaves praguenses de Kafka es casi tan extraña como la de la parábola «Ante la ley», incluida en El proceso.

Tan lejos y tan cerca


Para empezar, y teniendo en cuenta el valor simbólico que tienen las puertas en su obra, es bastante significativo que de la casa natal de Franz Kafka, a pasos de la Plaza de la Ciudad Vieja, al lado de la hermosa Iglesia de San Nicolás y en una plazoleta que hoy lleva su nombre, solo quede, en la actualidad, ni más ni menos que su portón de entrada, ya que el resto de la fachada ha sido totalmente reconstruida a causa de un incendio. Esa primera casa que habitó no está abierta al público. Sin embargo, algunos de los departamentos de ese edificio son de alquiler turístico, por lo que no sería nada imposible ingresar.
Otro caso interesante es el de la Casa del Minuto, otra de las residencias céntricas que tuvo Franz Kafka durante su infancia y que es muy notoria no solo por estar a pasos del emblemático reloj astronómico, sino también por sus hermosos esgrafiados renacentistas. En la actualidad, esa casa forma parte del Instituto Skout, un centro cultural que realiza diversas actividades y conferencias y tiene además un bar. Uno de los accesos laterales del complejo conduce a la Casa del Minuto, por lo que, con solo cruzar una humilde puerta, se podrá acceder a una de las primeras casas de Kafka y disfrutar de una vista privilegiada de la Iglesia de Týn. Sin embargo, es posible que hacerlo despierte una serie de retos en checo.
Otro ejemplo similar es el del Palacio Kinský en plena Plaza de la Ciudad Vieja. Actual sede de la Galería Nacional de Praga, todo aquel que quiera puede ingresar libremente al menos al vestíbulo de ese palacio rococó, dentro del cual estaban el colegio primario al que asistía Kafka y la sastrería de su padre Hermann.
También vale la pena destacar el caso de la casita número 22 de la Callejuela dorada del Castillo de Praga, donde Kafka vivió unos meses con su hermana Ottla y escribió Un médico rural. Se trata de la única vivienda del callejón que permanece abierta luego de las seis de la tarde y a la que, por lo tanto, se puede ingresar sin pagar entrada porque hoy aloja a una pequeña y pintoresca librería de la editorial Vitalis que siempre vale la pena visitar.
Sin embargo, es probable que el caso más interesante sea el de ese sitio que, al final de «Descripción de una lucha», Kafka llama «la casa del jardinero» y aún hoy se encuentra en plena colina de Petřín, el punto más alto de Praga. Toparse con esa misteriosa casa que menciona Kafka en medio de la naturaleza resulta de por sí bastante extraño. Pero mucho más cuando al entrar a esa vivienda ubicada en la primera estación del funicular nos encontramos con el surrealista taller de un rarísimo pintor checo que se hace llamar Reon Argodian, quien bautizó a ese enclave con el nombre de «La caverna mágica». Se trata de una casa de tres plantas que, en efecto, parece un portal hacia otro mundo: reúne unas cien pinturas tan coloridas como perturbadoras, esculturas de cerámica, música relajante, botellas de licores de varios tonos, estalactitas y telas de araña. Pero lo más raro de todo es que, aunque supuestamente está abierta todos los días de once de la mañana a siete de la tarde, a condición de pagar una entrada, ingresar es posible pero no muy sencillo porque muchas veces nadie contesta al tocar el timbre y, en la puerta, suele haber colgado un eterno cartel que miente «vuelvo en una hora». Kafka. Praga.

Grand Hotel Europa


Como si hiciera falta alguna prueba más de esa alianza indestructible entre Kafka y Praga, el ambiguo tono ―entre laudatorio y de reproche― con que el autor praguense le explica a su amigo Oskar Pollak que la actual capital checa no te suelta «porque tiene garras» no hace más que recordar también esa característica distintiva de la obra de Kafka, de la que intentamos dar cuenta en estas líneas: un hotel de cinco estrellas en el que se desencadena una guerra mundial.