Por Sergi Bellver
Si algo aportan los galardones literarios a la comunidad lectora es, de vez en cuando, el hallazgo de nuevas voces, y ahora mismo resuena en todo el ámbito hispano la de una cuentista extraordinaria. Magalí Etchebarne (Buenos Aires, 1983), sin embargo, no es en absoluto una autora novel, pues ya había publicado el libro de relatos Los mejores días (2017) y el poemario Cómo cocinar un lobo (2023) antes de recibir este año el VIII Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve con La vida por delante (2024). De poéticas y obsesiones muy distintas, al leer sus nuevos cuentos me ha asaltado la misma sensación que al descubrir hace una década a su compatriota Mariana Enriquez: la de tener delante una voz literaria genuina que va a sobrevivir a las modas. Entre la vorágine de la promoción, y ya de vuelta en la Argentina, Magalí Etchebarne responde a mis preguntas con generosidad e inteligencia, pero también con un pie en la vida y otro en la literatura, quizá la manera más sabia y honesta de hacer equilibrios en este oficio.
Sergi Bellver.― Regresas de una extensa e intensa gira de promoción ibérica con La vida por delante, gracias al premio Ribera del Duero, y aunque ya llegaste a no pocos lectores en Argentina con Tenemos las Máquinas y a unos cuantos más en España con Las afueras, vas a dar un gran salto en ese sentido con Páginas de Espuma. ¿Qué sensaciones tienes en este momento tan crucial para tu escritura?
Magalí Etchebarne.― Me doy cuenta cada vez más que cuando envié el manuscrito al concurso, deseando ganar, claro, no fui consciente de que si ganaba eso implicaría esta participación tan activa de mi parte. Quiero decir, uno cree que gana un manuscrito, pero entendí que también gané yo con todo mi cuerpo y mi voz. Sé que se puede leer como una obviedad, pero cuando uno escribe pasa mucho tiempo ensimismado en los textos, adentro de ellos, adentro de la escritura, y cuando terminás, o cuando uno llega a una versión más o menos final, en este caso la que decidí enviar al concurso, sentí que había soltado eso, que se había alejado de mí y que su camino ya no me involucraba. Al menos no tanto. Es la primera vez que «respondo» tanto por mi escritura y me doy cuenta de que comienza en este ejercicio otra forma de la ficción en la que me estoy entrenando.
S. B.― Han pasado siete años desde Los mejores días, tu primer libro de cuentos, pero ya entonces asomaban la mirada y la navaja con las que desnudas y destripas la intimidad de todas tus mujeres ―personajes, protagonistas y narradoras―, y sin embargo consigues hacerlo sin pornografía emocional ni estridencias resultonas. Con La vida por delante, más que retratar la escena del crimen, desvelas los planes del mayor asesino en serie: el tiempo.
M. E.― Es una gran idea la del tiempo como asesino serial, ya te lo robé para usarla también. Aunque me gustaría que actuara más como un maestro. Creo que el paso del tiempo me ha provocado espanto más de una vez, también mucha fascinación desde siempre y es sobre lo que más preguntas me hago. Cuando era chica, me obsesionaba la idea de crecer, era muy consciente, como cualquier niño, supongo, de que era una niña, y miraba con mucha curiosidad a mi hermana, doce años mayor, vivir su adolescencia y después salir al mundo de los adultos. Me gustaba estar cerca, escuchar sus conversaciones con amigas, atender a lo que decían, escuchar la misma música, copiarme de sus bandas, y me preguntaba mucho cómo sería crecer. Me obsesionaba la pregunta por mi identidad, si yo seguiría siendo la misma, o si me convertiría en otra persona. Entonces escribía cartas para mí misma, las cerraba con cinta scotch y les escribía afuera «para que la leas cuando tengas 15 años» o «para que la leas cuando cumplas 20». Me dejaba mensajes, me recordaba a mí misma lo que me gustaba, lo que hacía, por miedo a olvidar pero, sobre todo, para probar si seguiría siendo la misma o leería todo eso como la carta de una extraña. Creo que nunca me leí como una absoluta extraña, pero sí volvería atrás para decirle a esa niña que cuando uno crece se convierte en otro, sí, que a veces queda muy poco de quien se fue. Aunque también sé que en la escritura muchas veces conecto con algo muy mío, muy profundo y muy antiguo. La escritura es un tiempo muy a solas, que en mi caso se parece mucho a la infancia, a estar sola imaginando cosas, sin miedo y sabiendo que nadie mira ni me presta atención. Al menos mientras escribo, después una publica y es como madurar, están todos mirando y opinando.
«El tiempo es la mejor prueba que le hago a lo que escribo, si sobrevive a mi propia relectura, al paso del tiempo al interior de mi vida, puede que tenga algo vivo que me excede y late fuera de mí, y entonces me interesa»
S. B.― En los cuatro cuentos y en el libro como propuesta conjunta, se nota un profundo trabajo de pulido para que lo complejo se lea fluido y cada supuesto giro ―como cierta obsidiana― sea, en realidad, un devenir inevitable. «Un amor como el nuestro» es literalmente posterior, pero, por varios motivos e indicios ―¿la edad de la narradora en 1994?―, y aun a riesgo de meter la pata, se diría que «Piedras que usan las mujeres» nació en el año de la pandemia. Háblanos del tiempo y de los tempos que te llevó pensar, armar, escribir y corregir de La vida por delante.
M. E.― Para mí estos cuentos forman un libro muy post-pandemia, aunque nunca aparezca mencionada. Como decís, los escribí alrededor del 2020, algunos los comencé un poco antes, pero sobre todo los escribí después, con todos los destrozos que dejó en mi vida personal. Mi madre agonizó en su casa, no podíamos internarla, luego dos personas muy amadas estuvieron internadas en clínicas psiquiátricas, mi hermana y yo vimos cómo nuestra vida, o lo que era nuestra vida hasta ese momento, se desintegraba. Muchas veces pensé en ese poema de Sharon Olds, «Acusación de oficiales de alto rango», en el que se refiere a su hermana y dice, «siento la ira de un soldado parado sobre el cuerpo de/alguien a quien mandaron al frente de batalla/sin entrenamiento/ni arma». Yo pensaba que esas éramos nosotras en la guerra de la enfermedad de personas que amábamos. Miraba a mi alrededor y éramos todas mujeres. Creo que fue de lo que me alimenté, la certeza de que las mujeres sostenemos algo imposible de sostener, muy difícil, muy costoso, dejamos mucho ahí y nunca hay recompensa. Eso me llenó de un conocimiento muy amargo. Es fácil decepcionarse en la vida adulta, eso aprendí en cuanto maduré, pero no quiero solo estar enojada, amargada, quiero que los otros me generen curiosidad. A mí me interesan las personas, es sobre lo que escribo: sobre las personas y sus problemas, entonces trato de mantenerme curiosa, interesada en escuchar hablar, en mirar lo que hacen y preguntar por qué hacen lo que hacen. Supongo que en ese sentido la escritura me salva de ser una apática y uso la rabia para escribir. Durante el proceso de escritura, algo de mi propio dolor, de mi descontento, viaja, pero releo y reescribo mucho bajo diferentes estados emocionales para que no sea pura descarga. Por eso no confío en lo escrito ayer. Quizá pueda servirme, pero en un mes va a tomar otro color, o quizá ya no me interese. El tiempo es la mejor prueba que le hago a lo que escribo, si sobrevive a mi propia relectura, al paso del tiempo al interior de mi vida, puede que tenga algo vivo que me excede y late fuera de mí, y entonces me interesa. Ya no habla de mi vida, ahora le pertenece a un personaje y está todo tan trastocado que me permite descubrir y construir otras vidas.
S. B.― En ese primer relato adivinamos por dónde va «a empezar a pudrirse» la juventud, en el mundo de los adultos «nunca nadie dice la verdad», la maldad del odio parece a ratos «lucidez», la madurez insiste en «impartir sabiduría que no se practica» y la vejez es poco más que «cansancio». A pesar de todo, seguimos empeñados en creernos ese «show de magia» que nos contamos para sobrellevar la vida. ¿Somos tan ilusos y optimistas como, en el fondo, sugiere el título de tu libro y su promesa implícita de futuro? ¿Lo es Magalí Etchebarne?
M. E.― Creo que no somos ilusos, al menos estos personajes no lo son, y yo creo que tampoco lo soy. El personaje que recibe la frase que da título al libro («tenés toda la vida por delante») no lo dice, pero uno como lector ya intuye, me parece, que eso no es tan así. Y si uno intuye eso no solo es por lo que pasa en el cuento, sino por lo que sabe de la vida. Ver de alguna forma a las personas permite escribir, aunque me equivoque, aunque estos personajes se equivoquen. Dicen cosas sobre los demás y sobre sí mismos y en el mismo movimiento entregan algo. Para que lo que escribo esté vivo siempre pienso que tengo que entregarle algo, algo muy honesto, la maldad de mi lucidez, o una mentira muy sofisticada, pero algo muy propio, algo miserable, algo vergonzoso, pero como una forma de sacrificio para que esté vivo. No me interesa tanto leer cosas perfectamente bien escritas, pero sin riesgo. Me gusta leer y percibir que alguien se acercó a una forma de la vida con honestidad, de forma sucia, quizás atolondrada, pero alguien real estuvo ahí, alguien para quien la escritura no es solo un plan para publicar un libro.
S. B.― El año pasado publicaste el poemario Cómo cocinar un lobo, y la huella de la poesía en tu prosa es la justa y necesaria, pues se apoya más en el filo de la mirada y en la subversión de los lugares comunes que en la floritura verbal. Allí escribías, por ejemplo, «La soledad fue su tesoro, / el único premio que los hombres de su clase / recibieron del mundo». De La vida por delante podría decirse que la contención narrativa es justo su tesoro poético.
M. E.― Me cuesta pensar en términos de poesía, no poesía, porque no escribo con esas categorías en la cabeza. Creo que lo que sí aparece cuando escribo es una voz que quiero o no perseguir. Si esa voz me convence, si puedo sostenerla y releerla y volver a ella, si quiero seguir escuchándola porque no se parece a mí, pero puedo alimentarla, entonces digamos que me lanzo y le doy todo lo que tengo. Y en ese camino no estoy pensando en géneros. Cuando armé el librito de poemas quería un libro pequeño, quería formas pequeñas y poco nítidas, construir algo sutil que se pudiera guardar y ocupara poco espacio porque lo que intentaba abordar para mí era inmenso. Era la muerte de mis padres, dos personas que cometieron muchos errores y sufrieron mucho y también nos amaron con devoción, y era también la tarea de vaciar una casa y la certeza de que en esa operación la casa desaparecía. Era un lugar repleto de cosas, de animales, recuerdos, de sonidos, palabras, de formas de contar historias que percibí que se iban a perder para siempre y eso, en principio, me pareció y me parece muy grande, un precipicio. Necesitaba algo pequeño de lo que agarrarme, una tarea chiquita. Los cuentos, en cambio, están teñidos de ficción, hay largo aliento para mí ahí porque hay exageración, fantasía, y hay mucha voluntad de contar, de inventarme personajes y situaciones, conversaciones, de convencer a alguien para que se quede leyendo, seducirlo para que no suelte.
«Me gusta leer y percibir que alguien se acercó a una forma de la vida con honestidad, de forma sucia, quizás atolondrada, pero alguien real estuvo ahí, alguien para quien la escritura no es solo un plan para publicar un libro»
S. B.― En tus cuentos manejas la gestualidad de los personajes con una inteligencia dramática que les hace trascender lo cotidiano y su máscara. Me vienen imágenes de cualquier relato ―aunque con mayor nitidez si cabe del primero y el tercero― que me recuerdan a Clarice Lispector o Lucia Berlin. ¿Visualizas tus escenas, armas cada secuencia en tu cabeza o lo confías todo al puro lenguaje?
M. E.― El lenguaje es todo lo que tengo y eso me tiene que alcanzar, es la materia prima de la artesanía, pero también se trata de una batalla con el lenguaje. Intento escribir de forma clara algo que en mi cabeza no está hecho solo de palabras, en esa operación invierto tiempo y paciencia. Imagino la escritura como una danza entre el sentido, las imágenes y la locura, diría. Pensando que la locura es cuando me dejo ir y me permito construir algo que no necesariamente «sirva» para la acción, pero que tira. Y volviendo a lo que me preguntabas antes, la poesía es para mí esa fuerza que tira, por eso se parece a bailar, a escuchar un ritmo y dejarse ir. Después mantengo el control gracias a la relectura, que siempre es en frío o bajo muy diferentes estados de ánimo que me permiten entrar a los textos muchas veces más, con otras cosas en la cabeza. Pero veo las escenas, sí, las imagino y trato de pensar con coherencia, cosas simples. Por ejemplo, si unas mujeres están sentadas comiendo galletitas debajo de un ceibo en algún momento se van a parar, o van a ver cosas desde donde están, ¿qué ven? ¿y qué podrían decir de lo que ven?, quizá se acerque algún animal. Si una mujer está acostada debajo de un hombre con la cabeza contra la almohada, ¿qué ve desde ahí? y ¿cómo se ve esa imagen desde afuera, a qué se parecen? Trato siempre de decir las cosas de la forma más clara y transparente posible, y a veces sí entregarme a algún juego, pero solo para no aburrirme y porque me resulta inevitable. La realidad tiene unas curiosidades increíbles y en el lenguaje está todo, y lo que no está en el lenguaje hay que intentar rodearlo de palabras para que podamos verlo. Volviendo a tu metáfora del asesino en serie, a veces pienso que la escritura es como ese producto que rocían en las escenas de crímenes, después apagan la luz y donde hubo alguna vez sangre o alguien dejó sus huellas, ahora brilla una mancha en la oscuridad. Cuando leo pienso que alguien le puso lenguaje a lo que no lo tenía, le puso un color a una emoción y la tiñó para que la identifiquemos.
S. B.― Si se me permite la maldad ―o lucidez, quién sabe, pero sin odio―, pienso en un puñado de editoras y editores que, un buen día y con mayor o menor fortuna, decidieron que también podían escribir. En tu caso, creo que estamos ante una escritora de raza que, además, trabaja como editora para un gigante del sector ―un ecosistema que retratas con fina ironía en «Un amor como el nuestro»―. ¿Cómo alimenta tu perspectiva de autora la experiencia de estar a ambos lados de la página, de conocer la edición independiente pero también a mayor escala?
M. E.― Estoy bastante disociada. Cuando comencé a trabajar como editora ya escribía, había publicado cuentos en antologías y revistas literarias y a los dos años de estar trabajando en la editorial publiqué Los mejores días. Mi trabajo me sirvió para conseguir seguridad. Cuando publiqué mi primer libro yo ya lo sabía, ¿qué es lo peor que le puede pasar a un libro? Que no pase nada de nada, y eso no me parecía grave. Dije, lo van a leer mis amigos y mí eso me alcanza. En ese sentido siempre digo que fue mágico ver tantos libros a mi alrededor, entendí que era un granito más de arena en un planeta de libros. Y eso lejos de desmotivarme me dio arrojo, libertad. Entre colegas editores se habla mucho, por ejemplo, de la idea de construcción de un autor. Se debate mucho qué es un autor a diferencia de un buen escritor, cosas que decimos los editores y discutimos con vehemencia. Yo me entrego a esas teorizaciones porque me apasiona, pero me guardo para mí la rebeldía de que en mi propia vida esas categorías no me interesan para nada.
S. B.― Cada lectora y cada lector sentirá una afinidad especial por un cuento, y en mi caso, por lo literario y mi biografía, me sucede con «Temporada de cenizas», en el que de nuevo la enfermedad, el paso del tiempo y la muerte son hitos en el camino, pero donde no falta al andar cierta esperanza testaruda en algo parecido al amor, aunque a veces la persona que creemos elegir sea poco más que «un Frankenstein hecho de caprichos y fantasías».
M. E.― Muchas veces aparece la pregunta por cómo amar después del desamor, después de la infidelidad, la pregunta por el amor después del amor, como cantó Fito. Cuando escribí ese cuento a mí me perseguía la pregunta por el amor después de la tristeza, si se puede amar después de haber estado muy triste, muy cansada, muy atontada por el dolor. Me preguntaba si ese personaje tiene ganas, y si tuviera ganas, ¿puede? No es que se enamora, es una mujer que simplemente se acuesta con un chico por primera vez después de mucho tiempo de estar desconectada de su cuerpo por haberlo usado más que nada para cuidar de alguien que estaba por morir. Esa pregunta nacía del cuerpo, de su cansancio y su desilusión. Y enseguida apareció la respuesta que para mí fue que quizá no se puede conectar de nuevo y rápidamente con el amor, pero la ternura puede que tenga algún pasaje, un camino más corto. Pensaba mientras escribía ese cuento que quizá la única forma de recuperarse del dolor para esa mujer no fuera ni la fiesta, ni el sexo, ni las terapias, ni la droga, ni la noche, sino la ternura, que alguien sea capaz de mirar al otro bien adentro, que alguien te mire, te escuche y te devuelva ternura.
«La realidad tiene unas curiosidades increíbles y en el lenguaje está todo, y lo que no está en el lenguaje hay que intentar rodearlo de palabras para que podamos verlo»
S. B.― En ese cuento leemos dos posibles codas de La vida por delante, cuando la protagonista describe el presente como «una fuerza imantada hacia el pasado que frena al futuro», y al recordar las palabras de su madre: «La ternura es cara, pero es lo único que puede salvarte; no es el amor».
M. E.― El personaje dice eso sobre el presente, pero no es algo con lo que yo esté tan de acuerdo. Es una mujer que está un poco trabada ahí. Pero creo que a veces para escribir uno mira el presente como si fuera pasado, sabe que tiene que retener para no olvidar, no olvidar para poder escribir, y en esa operación el presente tiene una fuerza medio sobrenatural en la que se vuelve pasado, es pasado, pero a la vez uno ya sabe que lo convierte en una bala hacia el futuro, porque cuando retenés algo en la escritura para mí lo dotás de una dimensión atemporal, anacrónica.
S. B.― Cierra el libro «Casi siempre desesperados», un cuento que refleja la adicción de tantos al conflicto y al deseo de desear y ser deseados, sobre todo pasados los cuarenta, como si hasta en ese daño cotidiano hubiera, al menos, un extraño modo de saberse aún vivos en este teatro del mundo. Se parece un poco a tu escritura, Magalí, «una forma ingeniosa de hacerla vivir en ese limbo que mezcla el arte con la vida».
M. E.― En cuanto leí esos versos de Adelia Prado que usé como epígrafe del libro sentí que condensaban de una forma muy perfecta esa sensación que mencionás, la del deseo de desear. «Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso, quiero el hambre» no pide un qué ni pide un cómo, pide querer. La pregunta por el deseo aparece en la vida de estas mujeres que tienen más o menos todas la misma edad y si no se les presenta limpia, se comporta como un moscardón, les da vueltas, las molesta, aguijona. Qué se desea, pero sobre todo ¿se desea? ¿cómo se hace para volver a desear, para ilusionarse? Y en ese sentido, uniéndolo a lo que traes del limbo entre la vida y la escritura, supongo que es algo que se coló de mis propias preguntas. Después de todo yo también cumplí cuarenta años, ciertas moscas también me atosigan.
Foto: © Catalina Bartolomé.