Por Ramiro Sanchiz
Entre mediados de los años ochenta y fines de los noventa del siglo pasado la ciencia ficción escrita en Latinoamérica pareció expandirse y renovar sus bríos. En el Cono Sur, en particular, este fenómeno se alimentó del fervor underground y contracultural que emergió de las transiciones a la democracia desde las dictaduras de la década anterior: una época del género dominada aún por la ansiedad modernista ante la producción de novedad, así como también por las dificultades a la hora de acceder a las tendencias más recientes en las metrópolis globales. Además del intento recurrente de configuración de un canon que todo practicante y militante del género «desde adentro» ―en oposición a la figura del escritor arribista proveniente del mainstream que incursionaba en tópicos del género sin conocer a fondo su tradición― debía tener presente.
Así, ante la irrupción del ciberpunk gracias a la circulación ―hacia 1994 en el Río de la Plata― de traducciones españolas de los libros de William Gibson, la novedad o incluso la «vanguardia» quedó tipificada por las páginas de Neuromante, «hackeadas» o clonadas por fanzines y revistas que desplazaron del centro de la escena a la ciencia ficción literariamente conservadora, propugnada desde emprendimientos editoriales como la revista El péndulo. En esa encrucijada entre lo acuciante del ciberpunk y una ciencia ficción preciosista y humanista, los entusiastas de la ciencia ficción más «dura», y a la vez capaz de lucir de alguna manera radical o incluso experimental ―pero sin dejar de lado la parafernalia de lugares comunes del género en su vertiente más consabida, cosa que notoriamente el ciberpunk dinamitaba―, podrían haberse sentido algo desamparados de no haber sido porque aún podían aferrarse a la figura de Brian, el hijo de Frank Herbert.
Mucho ha llovido desde entonces, pero el ya no tan reciente estreno de las adaptaciones cinematográficas del primer volumen de la saga de Dune a cargo de Denis Villeneuve deja sobre la mesa la pregunta por la «vigencia» de estos libros en tanto ciencia ficción, especulación o mera literatura, signifique todo eso lo que sea.
Por supuesto, desde una perspectiva latinoamericanista, o más bien poscolonial, la saga de Frank Herbert es tan complicada ―en el sentido de que se vuelve particularmente difícil reducirla a una opción binaria o a una afirmación tajante, ya positiva o negativa― como pensar el Ulises de Joyce desde el feminismo, y el estreno de las dos películas de Villeneuve ―e incluso de la puesta en relación de la segunda con la primera― ha llamado la atención sobre esto: ¿vamos a quedarnos con la idea de Dune como la gesta de Paul Atreides, representante de una civilización a todas luces «blanca» y occidental ―no en vano se trata de una casa nobiliaria que recupera el nombre de los atridas griegos― que rescata del olvido y «salva» a un pueblo subalterno castigado y de obvio perfil «árabe»? ¿O vamos a hacer énfasis en la asimilación de ese chico blanco y occidental por parte del pueblo oprimido y viceversa, de tal manera que una nueva pauta «híbrida» de rebelión contra la opresión imperialista puede desencadenarse y llevar a cabo la revolución?
Hay, de todas formas, mucho más en Dune que esta tensión. Heredera del pensamiento cibernético que comenzaba a formatear la ecología y a concebir a la biosfera como un sistema complejo, los libros en cuestión abordan problemas que podemos incorporar con facilidad a los diversos posthumanismos contemporáneos. Por ejemplo, a lo largo de los seis libros de la saga escritos por Frank Herbert, la pregunta por la definición y evolución de la humanidad queda planteada en términos de un sistema que, si no se interviene sobre él políticamente, si no es regulado, desemboca en la proliferación de monstruos o entidades aberrantes. Así, en el universo de Dune entran en acción vastas agencias colectivas ―la sororidad Bene Gesserit, por ejemplo― que intentan formatear el devenir de lo humano en tanto especie y así encauzar su evolución, proceso amenazado por la existencia ―o la posibilidad de existencia― de seres singulares que parecen escapar o haber escapado de ese control y proponer una alternativa a lo humano consensuado y vigilado.
En tiempos de tanta alarma humanista ante el desarrollo exponencial de las inteligencias artificiales ―que además se mueve en una vía paralela al reconocimiento de otras inteligencias no humanas activas, como por ejemplo la red micélica y su papel en la regulación de ecosistemas―, el relato implícito en Dune de una resistencia colectiva a la conciencia maquínica y el postulado implícito de que una regulación del desarrollo tecnológico no puede lograrse sin el despliegue de una forma extrema de violencia ―en los libros de la saga se habla de la «Yihad Butleriana», que prohibió las computadoras en tanto «deformaban el alma»― parece imposible de soslayar. Del mismo modo, el tema de las profecías autocumplidas o de la intervención cultural ―al margen de su agenciamiento individual o incluso «personal», o de su, por el contrario, emergencia sistémica― que vuelve «realidades» ciertas «ficciones» ―lo que en el lenguaje de la ciberteoría noventera se llama «hiperstición»― resuena con un clima político y cultural permeado por los deep fake y lo que hace unos años se llamaba «posverdad».
¿Esta propuesta de dos o tres asuntos legibles en las páginas de Dune comporta que debemos seguir considerándola un texto capaz de sostener diálogos provechosos con el presente y aportar al pensamiento de un futuro o, incluso, de volver a activar el pensamiento especulativo de futuros posibles? Tengo para mí que la respuesta es afirmativa, incluso más allá de la posibilidad, por difícil que pueda resultar, de destilar una postura específica, sea la que queremos defender o la contraria a nuestras ideas. Los temas están allí, y también la intuición de su complejidad. Si la ciencia ficción es literatura de ideas y maquinaria productora de especulaciones prospectivas ―como quería J. G. Ballard en la década de 1960―, todavía tenemos a mano los libros de Dune para mantener esa antorcha encendida.