Por Daniel Utrilla
Telarañas en la leonera
Como el jabato confiado que cae en una trampa camuflada con ramitas, la primera vez que puse el pie en Yásnaia Poliana, una gélida mañana de 2005, sentí que el mundo ruso, tal y como lo había conocido, se quebraba bajo mis pies y que me hundía dichosamente entre suaves hondonadas de nieve, quedando enjaulado entre abedules, confinado en el fabuloso microcosmos de mi escritor favorito, como Alicia en el país de las maravillas.
Sigo allí. Sigo cautivo. En las últimas dos décadas nunca he dejado de volver a Yásnaia Poliana. Cada vez que salgo de este paraje ―cuna, refugio, hogar, bosque, escritorio, vergel y tumba de León Tolstói―, sé que reincidiré y no tardaré en dejarme caer de nuevo por este valle, y que me alegraré al divisar a lo lejos las dos torrecillas rechonchas con sombrerete verde, que, como dos setas gigantescas, demarcan la entrada al mágico universo tolstoyano. ¿Por qué? ¿Qué se me ha perdido allí?, me preguntan mis amigos. Y yo me quedo pensativo, mirándolos en silencio, porque no sé cómo explicarles que Rusia es para mí Yásnaia Poliana. Que este es el único lugar del mapamundi donde se superponen la Rusia real y la Rusia eterna, esa que me atrapó por vía literaria mucho antes de que atravesara el espejo para instalarme en este país con las letras del revés.
La primera vez que visité Yásnaia Poliana tenía veintinueve años. A esa misma edad Tolstói reentró exultante en su paisaje natal después de un viaje por Francia, Suiza y Alemania que agigantó la añoranza por el terruño. Allí, en el paraíso de su infancia ―donde arraigaban luminosos los recuerdos de sus paseos en el cabriolé amarillo de su abuela, con la que volvía a casa con los bolsillos llenos de avellanas―, sentía que su alma reverdecía. «¡Abran paso a la planta maravillosa!», exclamaba Tolstói a su tía por carta para describir la fusión casi vegetal de su reencuentro con la finca familiar en aquella primavera de 1858. Y no cuesta nada imaginárselo abrazado a un roble con la barba punteada de margaritas.
La primera vez que llegué a Yásnaia Poliana fue para entrevistar a Vladímir Ilich Tolstói, tataranieto del escritor, que había devuelto a la hacienda su encanto original. Mientras mi mirada hurgaba en su nariz de aletas amplias a la caza de algún parecido con su legendario ancestro, él me confesó que había leído nueve veces Anna Karénina y que el libro que más le gustaba de su tatarabuelo era Los cosacos, porque ―así me lo dijo― en él hablaba del amor hacia todas las cosas, una idea que enlaza con la famosa metáfora de «la telaraña de amor» que lanzó Tolstói en sus diarios: «Un poderoso medio para alcanzar la verdadera felicidad es despedir desde uno mismo, sin orden y en todas direcciones, como una araña, toda una red de amor y atrapar en ella a todo el que caiga: una anciana, un niño, una mujer y un policía». El tataranieto de Tolstói también me explicó que habían retirado la siniestra valla de alambre de espino que cercaba el territorio mítico desde la época soviética ―recurso totalmente innecesario para los «prisioneros» de Yásnaia Poliana que, como yo, siempre volvemos al redil―.
Cuando me adentré ese día en la alameda flanqueada por abedules, sentí el picotazo y la fiebre del fetichismo. Estaba en el epicentro del mayor terremoto literario del siglo xix y lo que me atrapaba era saberme en el Macondo de la literatura rusa, en el fogón de las obras totales que tanto había gozado.
Pocos territorios literarios conservan una huella tan indeleble de su amo. El palacete alargado de techo verde ―la edificación más antigua de la propiedad, que se remonta a los tiempos de su abuelo materno― parece un decorado salido de Guerra y paz, porque Tolstói se inspiró en su propia finca para describir Lisie-Gori, la hacienda de Nikolái Bolkonski, padre del príncipe Andréi, héroe de la novela. En La felicidad conyugal, escrita una década antes, la propiedad del protagonista también tiene las mismas proporciones que Yásnaia Poliana. Tolstói se convirtió en escritor universal sin salir de casa.
En aquel primer viaje, cada vez que una oca, una yegua o un gato se cruzaban en mi camino, como saliendo al quite en una fábula de Esopo, esperaba ver a Andréi Bolkonski paseando con Pierre Bezújov entre los manzanos, sumidos en disquisiciones sobre la muerte, Napoleón, la guerra o el matrimonio ―«No te cases nunca, nunca…»―. o quizá también a una damisela huyendo presa de ardores furtivos que se hubiera colado de un cuento de Chéjov.
¿Por qué volví luego otra vez? Y luego otra. Y otra más. ¿Qué busco? Si en mi nevera moscovita ya no caben los imanes con frases de Tolstói ―«Si dos discuten, los dos son culpables»― que siempre compro en el quiosco de souvenirs que hay junto a la entrada... La fuerza de atracción que me ciñe a este lugar es mucho más poderosa que la de sus imanes. Es como si una enorme telaraña invisible ―con la perfecta geometría radial de un copo de nieve― se extendiera entra las dos torrecillas y me enredara en ella al salir, para acabar volviendo de nuevo por el efecto rebote de su fabulosa elasticidad.
Pero con el paso de los años, a medida que mi flequillo se iba mimetizando con la corteza blanca de los abedules del lugar, la idolatría al amo y señor de la literatura rusa se fue transformando en otra cosa, en algo parecido a esa «peregrinación interior» de la que habla Mauricio Wiesenthal a cuento de estos parajes. Ya no era el reflejo de la brillante obra de Tolstói lo que buscaba, sino otro tipo de calor. Otra luz.
«En Yásnaia Poliana, como siempre que volvía a los lugares en donde había transcurrido su infancia, Tolstói tenía la impresión de tocar la verdad», escribe Henri Troyat sobre aquel fogoso reencuentro del escritor casi treinteañero con Yásnaia Poliana tras su odisea europea. E intuyo que ese anhelo por «tocar la verdad» es lo que se apodera de mí cada vez que cruzo el umbral del vergel y avanzo con paso resolutivo por la alameda como si los Tolstói me estuvieran esperando a cenar con el samovar humeante. Como si no me bastaran ya sus libros y esa Verdad tangible, la solución a los misterios eternos que los personajes de Tolstói persiguen de su mano, se ocultara en algún lugar de este espejismo decimonónico, bajo los nenúfares del estanque o sobre el banco de troncos donde el maestro de Yásnaia Poliana se sentaba a contemplar su bosque de pinos. También pienso que podría ocultarse en el diván de cuero negro, donde nació Tolstói y sobre el que luego dejaría él las hojas recién manuscritas para que su esposa Sofía las pasara a limpio ―copió tantas veces Guerra y Paz que los hijos pensaban que la escritora era ella―. Aunque tal vez se halle entre las púas de los erizos que se contonean torpes junto a la veranda de la casa ―con sus icónicas decoraciones huecas en forma de niña, de caballo y de gallina―; o en la casita de la ardilla roja que cuelga de un árbol junto al edificio donde el amo enseñaba a los niños campesinos ―«¡Haz lo que quieras!» era el lema de su escuela revolucionaria―; o quizá entre las pacas de heno de la cuadra desde la que Tolstói escapó en 1910 para volver a los pocos días dentro de un ataúd. Tampoco descarto que pueda estar entre las páginas de algún libro oriental de su biblioteca ―se puso a estudiar chino con ochenta años―, aunque un buen escondrijo sería el fondo del lago grande ―de donde los agentes del zar solo sacaron cangrejos y lucios, y no la máquina litográfica que buscaban cuando registraron la hacienda―. ¿No podría estar detrás de la copia de la Madonna de Rafael que tanto le gustaba ―y que también cuelga en el apartamento peterburgués de Dostoievski―? O quizá se oculta ―como el guisante del cuento― bajo el ampuloso almohadón de la habitación de Sofía ―cerrada al público y que mi querida amiga Nina Nikítina, directora de investigación del museo, a la que tanto extraño, me enseñó con la veneración de quien accede a una tumba egipcia―. ¿Y por qué no entre las barras de gimnasia que aún se erigen frente a la casa y en las que Tolstói se balanceaba boca abajo, como el hombre araña, para sorpresa de sus campesinos? Quizá debería preguntarle al gato tuerto de color naranja que siempre me sale al paso y que he bautizado Kotúzov ―una mezcla de kot, «gato» en ruso, y Kutúzov, el mariscal que perdió un ojo en Crimea por una bala turca casi cuarenta años antes de derrotar a Napoleón―. Aunque, a decir verdad, el lugar donde siempre acabo buscando la Verdad es junto a su tumba, un túmulo de hierba en el claro del bosque donde Tolstói quiso que lo enterraran sin lápida, como a un chamán, porque era allí donde jugaba de pequeño con sus hermanos a buscar la ramita verde que ―aseguraba el mayor de ellos― llevaba inscrito el secreto de la felicidad universal.
Los viajeros, mendigos, niños, filósofos, peregrinos, borrachines, escritores, discípulos y periodistas que acudían a Yásnaia Poliana en vida del autor también buscaban algo como yo. ¿Pero a qué Tolstói se encomendaban? ¿Al titán de las letras que cazaba osos, se arruinaba jugando a las cartas, buscaba estoico la perfección mientras perseguía gitanas y se abalanzaba contra los cañones franceses en Sebastopol sin dejar de esbozar relatos cargados de antimilitarismo? ¿O al asceta vegetariano que en sus últimos años cambió la pluma por la azada para buscar a Dios a ras de suelo, aferrado al arado, como aparece retratado en el famoso cuadro de Iliá Repin?
Siempre me he preguntado qué le preguntaría a Tolstói si en una de mis visitas me lo encontrara un día en su pazo, como un gnomo de metro ochenta. Aquí hay gato, león y cuento encerrado, claro. Porque uno querría hacerle preguntas metafísicas, saber si hay vida más allá de Yásnaia Poliana o entender el secreto de la felicidad universal. Pero en mi relato nos limitaríamos a compartir un largo silencio en medio del canto de los ruiseñores. Y entonces me fijaría en sus magnéticos ojos grises para recordarlos bien. Y sonreiríamos sin decir nada. O sea, diciéndomelo él todo. Como el gato tuerto, cuando viene hacia mí con su eterno guiño congelado para que le dé la empanadilla de pescado que sabe que le traigo.