16/9/24

Rodrigo Blanco Calderón: «En Venezuela deberíamos volver a enterrar a Bolívar»

Por Tatianna Verswyvel

En el mejor de los casos, la entrevista permite destapar un resplandor disimulado por el velo de la ficción. Para esta ocasión, nos ilumina Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981), autor de cuentos y novelas que recibió el premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por The Night (Alfaguara, 2016). En esta breve entrevista nos habla desde Málaga, su lugar de residencia, de su novela más reciente, Simpatía (Alfaguara, 2021), al igual que del proceso de convocar desde Europa su país natal, Venezuela.

Tatianna Verswyvel Popcev.― En The Night se comenta que «existen solo dos clases de artista: los que lo son por vocación y los que lo son por equivocación». ¿En qué campo te encuentras tú?

Rodrigo Blanco Calderón.― Por vocación. Desde adolescente quise ser escritor.

T. V. P.― Háblanos de tus primeros encuentros con el arte. ¿Había libros en tu casa? ¿Qué tal discos y películas?

R. B. C.― Sí, en mi casa siempre hubo libros. Vivíamos en un apartamento en La Pastora, en Caracas, que tenía una habitación de madera dentro de una terraza, que era «la biblioteca». Yo pasaba mucho rato encerrado allí, viendo los libros. No los leía, porque eran los libros de mi mamá, pero los veía. Películas no había porque tuvimos un VHS, pero muy tarde. Discos sí. Había un baúl de madera donde estaban guardados los acetatos. Los fines de semana mi madre solía poner música. Recuerdo un álbum que tenía en la portada una luna y dentro de la luna un rostro de un hombre con bigotes. Era un álbum de Paquito de Rivera.

T. V. P.― Antes de abordar el género de la novela publicaste varios libros de cuentos. Háblanos de tu transición entre el cuento y la novela. ¿Cómo te desplazas entre estos géneros?

R. B. C.― The Night es mi primera novela, pero empezó como un cuento fallido. A partir de la resistencia de ese cuento, que duró años, fue instalándose en mí la idea de la novela. Una vez que entendí que lo que tenía entre manos era una novela, traté de que los capítulos tuvieran la intensidad de un cuento. Fue una transición muy natural.

T. V. P.― Sea Caracas, París o Montevideo, las ciudades cobran vida en tus obras. ¿Qué te conmueve de las ciudades? ¿Cómo traduces mapas y datos históricos en tramas y personajes?

R. B. C.― Cuando vivía en Venezuela y tenía la oportunidad de viajar, aprovechaba cada visita a una nueva ciudad y la observaba con ojos de productor de cine. Sabía que esas calles nuevas eran locaciones potenciales donde podrían ocurrir mis historias. Anotaba nombres de calles, bares, plazas y cosas así. Luego, uno tiene que investigar. Contar con internet es una bendición en ese sentido. Pero algo de esa mirada se ha perdido desde que emigré.

«Desde adolescente quise ser escritor»

T. V. P.― En la literatura, como en la vida, siempre se desentierran figuras para contar historias. Háblanos un poco del papel de Simón Bolívar en la cotidianidad venezolana y cómo decidiste acercarte a esta estatua en tu más reciente novela, Simpatía.

R. B. C.― Bolívar es una sombra inevitable. Es la sombra de los venezolanos, en el sentido junguiano del término. Todo conduce a él. Si escribes sobre Venezuela, sea un libro de historia o una novela, es muy fácil que este personaje se entrometa. Así me pasó en Simpatía, donde la aparición del Libertador no estaba prevista y terminó jugando un rol simbólico importante. Yo creo que, junto con el regreso a la democracia, en Venezuela deberíamos volver a enterrar a Bolívar ―esto, lamentablemente, no es solo una metáfora―. Dejarlo ahí en su pedestal, ponerle su ofrenda floral en las fechas patrias, enseñar su legado y ya. Que lo dejemos nosotros en paz a él, a ver si él nos deja a nosotros en paz también.

T. V. P.― El diálogo es una herramienta importante en tus obras. ¿Cómo desarrollaste este oído para la oralidad? ¿A qué dialoguistas admiras?

R. B. C.― El diálogo es uno de los recursos más difíciles de emplear en la narración, porque, en el fondo, sigue siendo un elemento extraño, que proviene del género dramático ―en el cual habría que incluir, por supuesto, los Diálogos de Platón―. En el relato moderno, los maestros del diálogo son los escritores estadounidenses. Pienso en Hemingway y en Carver. En español, Piglia y Bolaño fueron dos grandes constructores de diálogos. En la literatura venezolana, el mejor dialoguista, sin duda, fue Francisco Massiani.

T. V. P.― The Night es, en cierto modo, un animado homenaje a la literatura de tu país y a sus personalidades. Háblanos de la tradición literaria en Venezuela y de sus plumas más influyentes.

R. B. C.― En esa novela rindo tributo, principalmente, a Darío Lancini, el gran palindromista venezolano. Y con él, también a toda una generación de escritores e intelectuales que ayudaron a renovar la literatura y la política venezolana de la segunda mitad del siglo xx: Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Hanni Ossott, Teodoro Petkoff, Oswaldo Barreto y Antonieta Madrid, por nombrar a algunos. Es lo que puedo decir con respecto a mi novela.

«Junto con el regreso a la democracia, en Venezuela deberíamos volver a enterrar a Bolívar»

T. V. P.― Se ha dicho que el exilio es uno de los grandes bienes que puede recibir un artista. ¿Es el exilio un ingrediente esencial para la ficción? ¿Cómo ha evolucionado tu relación con la escritura desde que emigraste?

R. B. C.― No estoy seguro de que algo tan duro como el exilio sea algo de por sí bueno para los artistas. Que estos tengan la capacidad de transformar en su provecho esta experiencia, es otra cosa. No sé si es un ingrediente esencial para ficción. Depende de cada quien. Yo creo que hubiera escrito en cualquier circunstancia. Al emigrar escogí, eso sí, lo que yo consideré una mejor circunstancia. Tampoco sé muy bien cómo ha evolucionado mi escritura con respecto a la decisión de emigrar. No suelo detenerme a pensar en mí mismo en esos términos.

T. V. P.― ¿En qué consiste, para ti, la literatura perdurable?

R. B. C.― En obras que contengan un eterno misterio y una eterna novedad. Ahora estoy releyendo, por enésima vez, la Ilíada y estoy disfrutando como un niño.

T. V. P.― Si pudieses pasar una velada con Kafka en Caracas, ¿a dónde lo llevarías?

R. B. C.― Al Castillo de piedra que está en Colinas de Bello Monte y al que, por supuesto, nunca pude entrar.


Foto: © Emilio Morales.