Por Sergi Bellver
De vez en cuando, sin hacer demasiado ruido, aparece en nuestras letras un autor honesto, exigente y genuino, con el que uno recuerda por y para qué se enredó en este extraño oficio de escribir. José Antonio Llera (Badajoz, 1971) es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid, traductor ―ha volcado del inglés a Robert Bly, Jack Gilbert, Ken Smith o Jane Kenyon, entre otros― y autor de estudios y ensayos sobre la obra de Julio Camba, Luis Cernuda, Federico García Lorca o Miguel Labordeta, pero el extremeño se ha prodigado sobre todo como poeta, con los libros Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009), Transporte de animales vivos (2013), El hombre al que le zumban los oídos (2021) y Tanatografía (2022). Le descubrí, sin embargo, por su singular faceta de diarista, gracias a Cuidados paliativos (2017), por el que obtuvo el Premio Café Bretón, y más tarde Estatuas sin ojos (2023), que leí casi a la par de su primera y ambiciosa novela, Una danza con los pies atados (2024), publicada por el sello pacense Aristas Martínez, y a la que dedicamos la mayor parte de nuestra conversación.
Sergi Bellver.― Docente universitario, ensayista, traductor, diarista, alguna otra ocupación literaria que probablemente descuido, poeta y «ahora también» novelista. Entrecomillo porque, por su complejidad narrativa, imagino que el proceso entre la primera idea y la publicación de Una danza con los pies atados te llevó mucho tiempo pero, de algún modo, ese otro lenguaje siempre estuvo ahí.
José Antonio Llera.― Publiqué mi primer libro de poemas en 1999, así que tal vez el lenguaje a veces surrealizante de la novela proceda de allí. Reconozco que vengo de la poesía. A veces he pensado que, cuando surge un proyecto narrativo, el hecho de ser autor y lector de poesía no ayuda especialmente. Y no lo hace porque el poeta piensa por discontinuidad, por elipsis, a saltos ―de la leaping poetry habló Robert Bly―, y tiende a construir una historia de otra manera ―va así en contra de la narración estandarizada y comercial―. Para mí, las palabras nunca son un vehículo sin más para construir una trama, sino que tienen peso y poso, sustancia propia: son objetos con vida, con materialidad, y nunca un mero recipiente. Para el poeta, todo pasa por las palabras, así que no le preocupan tanto las acciones o el suspense. Por supuesto que un poema también puede contar una historia, pero los poemas que más me interesan crean una imagen que se impone en la conciencia de quien lo lee y, más que narrar, tensionan el lenguaje, entran en conflicto con él, inventan una realidad y van más allá de lo mimético: son una como una oración. Me parece que el poeta no suele saber qué sigue después del verso que está escribiendo, mientras que el novelista debe tener una mínima planificación en la que apoyarse, aunque esta cambie permanentemente. Creo que Una danza con los pies atados es una novela permeable al lirismo, pero que también se resiste a ser solo una novela lírica al uso. Cuenta historias.
S. B.― El fondo y la forma son igual de importantes en tu novela, pero hablemos antes del primero. Aunque ya abordaste el tema con tu ensayo Rostros de la locura (2012), ¿cómo surge esta historia sobre una realidad tan estigmatizada aún como la salud mental y por qué decidiste tratarla con los aperos de la ficción para, además, ambientarla en un momento histórico tan específico?
J. A. L.― El ensayo al que te refieres quería entablar un diálogo con tres interlocutores: Miguel de Cervantes, Francisco de Goya y Frederick Wiseman. Explora algunas representaciones que inciden en el tema de la locura desde el Barroco hasta el siglo xx, y en el marco de los lenguajes artísticos comparados: el idealismo erasmista de Cervantes, la crítica a la razón de Goya y los postulados próximos a la contracultura que se desprenden del documental de Wiseman Titicut Follies (1967).
Parte de Una danza con los pies atados nace de un hecho biográfico que afecta a mi familia. Desde niño escuchaba que un tío llamado Luis estaba internado en el psiquiátrico de Mérida. Abandonado por todos, murió en esta institución. Me preguntaba por las razones de ese abandono, pues sus hermanas eran personas bondosas; me interrogaba acerca de su vida entre esos muros, y es así como la idea de una novela fue germinando. Lo primero que hice para poder construirla fue localizar la historia clínica de mi tío. Mi interés por la locura arranca de esa historia familiar, de mi extrañeza. Fue como si dentro de mí hubiera una demanda inconsciente que me decía que debía abordar esos temas. Cuando investigo en los archivos de los antiguos psiquiátricos de Mérida y Leganés, pronto me doy cuenta de que no quiero hacer otro ensayo, ni tampoco una crónica. Lo decido sobre todo cuando observo que las historias clínicas de los enfermos están casi vacías, con apenas unos pocos datos acerca de su profesión y sus características físicas. El loco era el gran subalterno porque carecía de lugar de enunciación ―su vida se le arrebataba―. Los datos reales que tomo están pasados por el cedazo de la ficción porque, paradójicamente, ese espacio me parece que puede usurpar menos esas voces. La ubicación en el tiempo de mi novela coincide con años fundamentales para la psiquiatría en España, los años veinte y treinta, años de grandes esperanzas, en los que se trata de modernizar y tecnificar esa disciplina; pero tras la Guerra Civil, los esfuerzos del regeneracionismo y la República caen en saco roto. Eso también quería representarlo a través de la figura del médico joven, que se ha formado en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, pero que ha visto cómo sus sueños se derrumban.
«Para mí, las palabras nunca son un vehículo sin más para construir una trama, sino que tienen peso y poso, sustancia propia: son objetos con vida, con materialidad, y nunca un mero recipiente»
S. B.― En tu debut como narrador de largo aliento hay, en efecto, cierta complejidad, pero también coherencia en la factura y una oralidad muy verosímil en las múltiples voces que sostienen y modulan la novela. Destacan las del viejo anarquista y su hija, Luis Piñero y Magdalena, un interno del «Manicomio del Carmen» en Mérida y una monja, cada uno desde su particular confinamiento, así como la del joven psiquiatra innominado. ¿Qué te llevó a elegir esa estructura coral?
J. A. L.― Sí, como dices, la novela gravita en torno a tres voces centrales: Luis Piñero, su hija Magdalena y el médico. Pero también hay una voz en tercera persona, externa al relato, que describe el lugar, sus usos y costumbres ―aberrantes―, y el desempeño ―terrible― de los tratamientos a los enfermos mediante máquinas y artilugios casi de tortura, pero que son reales, sacados de los manuales del siglo xix ―hablo de la cama rotatoria, por ejemplo―. Me di cuenta de que no quería contar la historia a través de un narrador omnisciente; no la sentía así. Necesitaba que la novela fuera un mosaico de voces ―principalmente de los internos imaginarios― y que esas voces tuvieran idiosincrasia propia. Necesitaba la primera persona, trabajar el texto desde el monólogo interior, pero también pensé desde el comienzo que debía alternar esa técnica con otras escrituras del yo: es ahí donde se sitúa el diario personal del médico. Y por ese motivo introduje también la carta como forma. Así que toda la novela se levanta sobre ese juego de perspectivas, porque es lo que me pedía el cuerpo, ya digo, lo que me parecía menos falso y más verosímil dentro de un juego donde se alternan datos históricos como la visita de Unamuno a Mérida para asistir a la representación de Medea con hechos totalmente inventados.
S. B.― La voz de ese médico, de hecho, parece ir desquiciándose también poco a poco en sus cuadernos, entre las tensiones con la jerarquía científica, cierta compasión por los enfermos y la alienación consigo mismo. En ese sentido, quizá sea el personaje con más aristas de la novela.
J. A. L.― He tratado de evitar que todo quedara en una oposición maniquea. El psicoanálisis nos advierte que el sujeto está dividido, que no sabemos del todo quienes somos, que hay una sima entre ciertas experiencias y el lenguaje que pretende representarlas. Así que el personaje del médico joven, en un principio muy voluntarioso y compasivo, de muy diferente carácter al de su jefe, se va volviendo cada vez más autodestructivo y tenebroso. Digamos que la institución lo absorbe, cae en la bebida y en las perversiones. Es un personaje dinámico y complejo. Es ingenuo pensar que abrazar un determinado ideario te hace necesariamente mejor. Pero, si te fijas, también Magdalena se va transformando poco a poco, y es como si la libido de esa muchacha se desatara, poniendo en jaque las doctrinas teológicas del convento en el que vive ―ella es monja, recordemos, una especie de monja quietista, al modo de Miguel de Molinos―. Así que su heterodoxia es un ejemplo de eso que Deleuze y Guattari llamaban el «cuerpo sin órganos». Y, en general, en Una danza con los pies atados nada es como parece. Aquellos que debían encarnar el sinsentido y la fuga de ideas, muchas veces razonan con ingenio y lucidez, mientras que los cuerdos entran en contradicción y fracasan estrepitosamente, entre la melancolía, el sadismo, la burocracia, las adicciones o la abulia.
«El psicoanálisis nos advierte que el sujeto está dividido, que no sabemos del todo quienes somos, que hay una sima entre ciertas experiencias y el lenguaje que pretende representarlas»
S. B.― Salta a la vista tu ingente labor de documentación, que te sirve para, entre otras cosas y de la particularidad emeritense a lo general, armar una exposición escalofriante de los sanatorios mentales en la España de la primer mitad del siglo pasado, como poco. Utilizas un lenguaje casi documental pero muy potente en ciertos capítulos, y toda esa base se percibe también cuando los personajes principales o secundarios toman la palabra. Háblanos un poco de ese proceso.
J. A. L.― La primera fase de documentación duró varios años, sobre todo porque fue muy interrumpida. Me trasladaba a la Diputación de Badajoz solo cuando tenía vacaciones en la Facultad y allí me ponía a estudiar las historias clínicas. Cuando revisé cientos de expedientes creí necesario comparar esa documentación con la que se podía consultar en la biblioteca del antiguo psiquiátrico de Leganés, y allí pasé también algunas semanas. A eso hay que sumar todo lo relativo a la psiquiatría de los siglos xix y xx, muy especialmente los materiales relacionados con la arquitectura. Me pareció que un peligro que debía evitar era que esa documentación terminara por sofocar la historia y las voces de los personajes. Busqué un equilibrio, procuré no excederme con la terminología médica y que cuando esa terminología apareciese no fuera postiza, sino que estuviera integrada en las emociones y el pensamiento, que me sirviera para construir una atmósfera. Luego, la fase de escritura propiamente dicha duró solo unos meses, aunque el montaje de los capítulos fue más laborioso. He tenido la suerte de contar con dos editores extraordinarios como son Cisco Bellabestia y Sara Herculano, que revisaron el manuscrito a conciencia y me hicieron sugerencias en cuanto a la composición.
S. B.― Hay un juego de polaridades muy sugerente en Una danza con los pies atados, también en la forma, entre la locura y lo poético, por ejemplo. Entre la dislocación que el trastorno mental provoca en el lenguaje y, al mismo tiempo, lo artístico como anomalía en unos destellos de lirismo que me parecen siempre contenidos y muy oportunos en tu texto. Supongo que el poeta que eres también tira al monte, pero, a mi parecer, la novela sale ganando con ello.
J. A. L.― Siempre tira al monte, pero hay que refrenar un poco esa ventolera del poeta encabritado. En un poema no hay que construir personajes ―salvo en los monólogos dramáticos―, y uno se puede dejar llevar más. En una novela, en esta novela al menos, era uno de mis objetivos perfilar personajes que contaran historias. Desde luego la trama no era lo más importante, así que el lenguaje tenía que trabajarlo en toda su violencia, para adecuarlo a diferentes personalidades. Parto de la convicción de que lo irracional es pertinente y constitutivo del ser humano, pero esa fibra debía ser distintiva en cada caso. Lo más difícil ha sido ajustar la locura de cada cual a una forma particular y intransferible de decir, porque la novela se ancla sobre todo en monólogos interiores. El cuaderno del médico debía tener menos elementos poéticos, debía predominar en él cierta distancia. Al contrario, en el caso del parlamento del pirómano la lengua debía fluir como una llamarada. Además, aunque el tema de la enfermedad mental sea duro, pensé que también debía dar cabida a vetas de humor.
«Quien piense que no está siempre en deuda con la tradición ―incluso para romper con ella― es que no sabe cómo funciona la literatura»
S. B.― En la lectura no he podido evitar acordarme de El hospital de la transfiguración, una novela en la que Lem logra que la belleza se filtre en ocasiones por las rendijas de un sanatorio, pero también he pensado en las agobiantes atmósferas burocráticas de Kafka o incluso en Rulfo, como si sus fantasmas se hubieran convertido en locos y Comala quedara más o menos por Extremadura.
J. A. L.― La obra de Lem que citas no la conozco, así que la apunto. Rulfo para mí es una referencia inexcusable, tanto Pedro Páramo como los cuentos de El llano en llamas, sobre todo por la demarcación tenue entre vivos y muertos, o entre lo real y lo espectral, así como por la prosa seca y exacta. Puede pensarse que en mi novela hace falta un narrador que objetive y separe lo real de aquello que no lo es, pero mi intención desde el principio fue borrar esas fronteras, de ahí que el final sea en cierto modo un poco desconcertante, ya que no se sabe desde qué perspectiva habla Magdalena acerca de su padre. Por supuesto también está Kafka, pero no tanto el de El proceso o El castillo, el del absurdo burocrático y el poder escurridizo, cuanto el Kafka del relato «En la colonia penitenciaria». Recuerdo que leí ese cuento durante una de las matanzas del cerdo que se hacían cada año en mi casa rural, en Extremadura, en los ochenta, y me asombró. También soy consciente de algunas deudas con respecto a Cela, que era sobre todo poeta, no lo olvidemos. Pienso en el soliloquio hipnótico de San Camilo 1936 o de Cristo versus Arizona, muy experimental y de su última época, y no tanto en Pabellón de reposo, la novela situada en un sanatorio para tuberculosos. Algunos han pretendido empañar el talento de Cela recordando ciertas canalladas y payasadas muy del personaje, que era sin duda arribista y maniobrero, pero yo siempre lo he reconocido como un escritor inmenso. Y no puedo olvidar a Beckett, claro, al que pongo al frente de la novela y cuyo humor negro tanto me divierte desde que leí Malone muere. De todas formas, en esto de las huellas o influencias siempre puede haber muchas otras, inconscientes o no buscadas. Quien piense que no está siempre en deuda con la tradición ―incluso para romper con ella― es que no sabe cómo funciona la literatura.
S. B.― El tema es universal, pero tu novela es profundamente extremeña. ¿Todos los años que llevas en Madrid te ayudan a tomar la distancia exacta para calibrar la mirada hacia tu patria chica?
J. A. L.― Crecí en un pueblo de menos de siete mil habitantes, en Talavera la Real, hasta que en 1989, con dieciocho años, me trasladé a Cáceres, una ciudad pequeña, para estudiar la licenciatura de Filología Hispánica. Llevo viviendo en Madrid desde 1999, pero casi toda mi familia es extremeña y sigue viviendo en el pueblo. Desde el principio, al situar la novela en un entorno rural, sabía que tenía que poner en liza el léxico y la forma de hablar de la gente de mi pueblo, todo eso que yo guardaba en la memoria, lo que escuchaba en las matanzas, en las comuniones, en los velatorios o en las ferias. No fue difícil, porque bastaba con hablar con mi madre para reactivar la marea, o recordar cómo hablaban mis tías y mis abuelas ―una de ellas era muy dada a los refranes y al cante flamenco―. Llevo mucho tiempo fuera de Extremadura, pero no he perdido del todo la entonación al hablar, cosa que por supuesto notan los estudiantes. De todas maneras, la visión de lo rural que se despliega en la novela es ambigua: por una parte se describe en un capítulo un paisaje natural que me maravilla, Los Barruecos, pero a la vez hablamos de un espacio muy opresivo y amenazante, el del manicomio del Carmen, espacio real en el que se hacinaban cientos de internos en aquella época. Aquí la «moda» de lo neorrural no me ha influido mucho, ya que este proyecto venía de atrás y en Una danza con los pies atados no se cae ni en el mito arcádico ni en la pura distopía.
S. B.― Esos viajes de ida y vuelta aparecen a menudo pero con otra forma literaria en tus diarios, que me parecen en verdad magníficos. El género tiene también sus vacas sagradas en nuestro país pero, personalmente, no logro conectar del todo con Trapiello o Uriarte y, sin embargo, leo con gusto a Sánchez-Ostiz, por ejemplo, y encuentro una voz muy singular en tus dietarios, Cuidados paliativos (2017) y Estatuas sin ojos (2023). ¿Son quizá, junto a la poesía, tu terreno natural? Lo digo porque se nota que en ti fluyen de manera orgánica y tal vez inevitable.
J. A. L.― Sí, me siento muy cómodo haciendo poesía y diario. Tengo un libro de poesía terminado y otro diario en marcha. Me interesan tanto Trapiello como Uriarte, siendo tan distintos. Trapiello porque es capaz de convertirlo todo en literatura, hasta lo más nimio ―como Azorín―, y por la visión que tiene de un género que para él no es ancilar. Uriarte me interesa por la ironía y el sentido del humor, dentro de una poética de la brevedad. Discrepo de Trapiello, sin embargo, en su visión casi espartana del diario, en esa idea de publicar un tomo cada cierto tiempo y sin falta. Cuando me acerco a los diarios de Miguel Sánchez-Ostiz siento un empuje y una autenticidad que no encuentro en otros diaristas españoles. Es magnífico incluso en la cólera y en la rabia, por su energía, por su conexión con la vida, por el pathos que pone en todo lo que dice, por la relevancia que tiene en él también la memoria individual y la colectiva, por su perspectiva ácida acerca de ciertos tribalismos y supercherías culturales. No me canso nunca de leerlo. Ahora bien, mis diarios yo diría que no se parecen mucho a los de Miguel. Quizá los míos están menos volcados en la narración de lo cotidiano y se parecen más al cuaderno. No me sale contar qué he hecho cada día, sino que es más una escritura que funciona por sedimentación, a salto de mata, que va un poco de aquí para allá, que no reacciona necesariamente ante lo que me pasa a cada rato. Algo que sí he procurado aprender de Miguel es que el diarista no se puede estar autojustificando siempre y dando una imagen edulcorada de sí mismo; en lo que escribe, uno debe exponerse en todas sus faltas, no como una especie de héroe sin mancha que mira a los demás desde arriba, igual que un demiurgo infalible. Además, hay dos maestros del género que siempre releo: Jules Renard y Josep Pla.
S. B.― Algo que me gusta especialmente de tus diarios es la mirada de un escritor maduro y de vasta cultura que, lejos de la complacencia, ha logrado esquivar el cinismo, la soberbia y el resentimiento. Perteneces además a esa estirpe de hombres y mujeres de letras que crecieron, por así decirlo, en una casa sin libros, algo que me resuena muy de cerca.
J. A. L.― Crecí en una casa sin libros, es cierto. Y no lo digo para demostrar hasta qué punto he podido sobreponerme a eso y convertirme en alguien que no puede vivir sin libros alrededor. Procedo de una familia de agricultores que no pudieron formarse porque había que ganarse la vida muy pronto, sin pasar casi por la escuela. Mi padre emigró muy joven a Alemania y pudo después hacerse transportista. Aunque carecía de formación académica, tenía mucha inteligencia práctica y apreciaba el valor de la cultura. De niño, empezaron a gustarme mucho los cómics y, aunque no sobraba el dinero en casa, mi madre hacía el esfuerzo y me los compraba en Simago, en Badajoz. Después, compramos la pequeña enciclopedia que tenían casi todas las familias obreras en casa ―regalaban una minicadena musical―. Siempre digo que las bibliotecas públicas son importantes porque me hice lector gracias a la que se abrió en mi pueblo, en el ayuntamiento, y gracias a profesores de instituto magníficos como Felipe Hernández y Teresa Núñez.
«La infancia, si fue dichosa, es como una estrella de la redención que nunca nos abandona, aunque estemos rotos»
S. B.― No empleas fechas y Estatuas sin ojos se lee «hacia atrás», literalmente, mezclando pasado y presente, tensando un poco las supuestas fronteras de un género al que, apuesto por ello, vas a regresar en tus próximos libros.
J. A. L.― Tanto en Cuidados paliativos como en Estatuas sin ojos y en los diarios en los que trabajo ahora sucede eso que indicas: no soy esclavo de una cronología lineal como la que vemos en el diario ortodoxo ―Maurice Blanchot señala ese sometimiento al presente y al calendario como marca del género―. Esas miradas retrospectivas, si seguimos la teoría literaria, son más propias de la autobiografía y de las memorias que del diario. Para mí, la infancia está siempre presente en el que soy y por eso no dejan aparecer sucesos relacionados con ella, con el pasado. La infancia, si fue dichosa, es como una estrella de la redención que nunca nos abandona, aunque estemos rotos. Me interesa más lo simultáneo y la yuxtaposición que lo lineal ―también en poesía―. Y también me gusta cuestionar eso de que el diario debe ser solo un género de no ficción, de ahí que lo abra a algún microrrelato. Considero que escribirse en un dietario es también ficcionalizarse; hay un ejercicio de autofiguración, y eso se ve muy claro en los diarios de Pizarnik, entre otros. La escritura no es un espejo que representa lo que uno es: primero, porque somos muchos, y después porque la escritura no actúa solo como un instrumento de representación de algo preexistente, sino que ella misma alumbra lo inexplicable y se entrega a lo incomunicable. Sabemos que recordar es también recrear porque la memoria de lo vivido es siempre selectiva y traicionera ―lo han demostrado las neurociencias―.
S. B.― Por último, en la apuesta que uno lee entre líneas en tu novela, desde luego en tus diarios y hasta en cómo te conduces por las redes sociales, con eso que llaman «perfil bajo» justo cuando tantos escritores dan ahí la brasa sin descanso, diría que por tus oficios y tareas vives siempre en torno a ella, pero no «de» la literatura, y eso, entre otras cosas, te permite escribir con total libertad.
J. A. L.― Creo que la literatura no puede ser una escuela de corrección política, rendida al mercado, a lo inmediatamente masticable y digerible. En realidad, son modos de autocensura cuando nos rendimos a ellos. No me planteo si lo que hago es más «legible» o menos «legible». Busco decir lo que necesito decir, sin pretenciosidad y sin pedantería. Utilizo las redes, pero sin compulsión, porque me interesa estar informado de las novedades editoriales. Aunque la soledad es muy necesaria y purifica de muchas cosas, no creo en el escritor que se aísla hasta convertirse en una especie de oso de cueva ―nos hacemos siempre con los demás―. Me da pudor resultar demasiado pesado, sobreexponerme, eso que llaman ahora la extemidad y que tiene el peligro de que el escritor se convierta en un pregonero en el peor de los sentidos, porque el buen pregonero es menos taimado y no esconde que lo que quiere es vender. Voy a donde me invitan, pero no persigo a los que tienen el poder de tomar decisiones. Algunos amigos dicen que me muevo poco. Quizá tienen razón: escribo con los pies atados, pero con la cabeza desatada.