Novela
La casa insomne
Tere Susmozas
Adeshoras, Madrid, 2025
En su novela breve La casa insomne, Tere Susmozas (Madrid, 1974) nos remite al sueño interminable de la infancia. Y es que hay sitios de los que, por más que uno se aleje, nunca se sale. La casa de la infancia es uno de ellos. Como le pasó a Dickens, que terminó por comprar y habitar la mansión junto a la cual pasaba de niño con su padre, cuando ambos eran pobres y el padre le decía algo así como «esa casa será tuya algún día». Usted, yo y cualquier otro seguimos viviendo en la casa de nuestra infancia, algunos afortunados en el sentido literal y todos en el figurado.
La casa de la infancia es, sobre todo, la casa de los sueños, de los que se sueñan tanto despiertos como dormidos. La propia infancia es en buena medida un territorio onírico, donde fantasía y realidad se baten con las mismas armas, aunque mucho más tarde termine imponiéndose la segunda. Por ello es tan difícil regresar de adultos a ese lugar, porque no se trata de un espacio construido sólo de paredes y suelos, sino también o, sobre todo, de fantasías. Y de ahí que contar la infancia desde dentro, como hace Susmozas, sea tarea virtuosística, casi imposible. En un registro muy diferente, Henry James logró la proeza en Lo que Maisie sabía, pero los ejemplos no abundan. Por lo general, quien escribe de niños dibuja un paraíso edulcorado y tontorrón, habitado de travesuras inocuas, o bien pone en escena a niños repipis, en realidad adultos bajitos disfrazados con ropa infantil, como en esos doblajes de película donde se nota demasiado al adulto que hay detrás del niño, aflautando la voz. La infancia es otra cosa y tiene poco de paraíso. Compleja, dramática, insondable y laberíntica; repleta de cumbres y abismos vertiginosos, de terrores y exaltaciones que la mayoría de los adultos entierran en la memoria y luego son incapaces de recuperar.
El territorio literario de Susmozas es a un tiempo real y onírico, como el de la infancia. Es el país del miedo y del deseo, de las obsesiones que nos constituyen, y para hallarle precedentes, hay que dar un gran salto hacia atrás, hasta lo mejor del romanticismo y de lo gótico, en especial de las Brontë, pero unas Brontë pasadas por el surrealismo. Es inútil buscar esa ubicación en ningún navegador; se trata de literatura hecha con la misma materia de los sueños, donde emerge lo más involuntario y propio que tenemos, materia brillante, radioactiva e inmanejable como pocas. No conozco a muchos que se atrevan con ella y salgan bien parados. Por lo general, la gente confunde los sueños con lo arbitrario y lo caprichoso, con el disparate y la extravagancia. Craso error. Cualquiera sabe que, en un sueño, las cosas son siempre como tienen que ser, aunque ignore las reglas a las que responde. En los sueños, un filtro colorea todo de fatalidad. Lo onírico es el territorio de la necesidad inapelable, donde lo que sucede obedece a poderes ocultos que no dependen del que sueña. Corre cuanto quieras en sueños, que no te moverás del sitio, y si te mueves da lo mismo, porque lo que te persigue te dará alcance. En los sueños uno es siempre una marioneta de hilos invisibles, movida por un titiritero oculto. Si fuésemos honestos, reconoceríamos que no hay nada tan real en nuestra vigilia como lo que soñamos, donde jamás se dan tiempos muertos ni nada que no sea esencial, intenso y significativo, aunque no logremos desentrañar ese significado. Al entrar en el sueño, nos sumergimos en un medio de mayor densidad, casi submarino, de movimientos deslizantes y carente de fricciones, donde los sonidos se amortiguan y los gritos resuenan sólo en la mirada.
Desde que hay memoria, no importa la cultura, el individuo ha presentido que los sueños velan una verdad condensada y jeroglífica, y no cualquier verdad, sino una decisiva, si acertamos a descifrarla. Se trata de un saber del que abdicamos en cuanto despertamos y subimos al escenario de la vigilia, como un actor que ignora que está representando, y que sus palabras y actos los dicta otro. No es extraño que muchos sólo se sientan vivos de verdad cuando sueñan, y no cuando despiertan. Y que, al contrario, la vida real les parezca espectral y afectada de irrealidad, como las imágenes entrevistas en una duermevela.
Lo poco contable de La casa insomne sitúa a dos niñas inermes, retraídas y de sensibilidad a flor de piel en un internado de verano donde los padres aparcan o castigan a las hijas inoportunas. La localización es imprecisa. Sólo hacia el final de la historia descubriremos que el año es 1962, aunque, como toda casa fuera del tiempo, podría haberse situado en cualquier otra época, empezando por la decimonónica que vio nacer este tipo de relatos. La literatura de internado —subgénero de la casa siniestra o encantada— cuenta con gloriosos precedentes, empezando por Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
También aquí encontramos maestros despiadados y niñas perdidas en un caserón, que es en realidad un emblema del ominoso mundo adulto al que se enfrenta todo niño en cuanto abandona las faldas de la madre. De ahí que cualquiera pueda identificarse con historias de lúgubres internados, aunque nunca los pisara y haya disfrutado de una infancia casera y protegida; lo mismo que cualquiera puede verse reflejado en historias de orfandad, porque no hay niño que no se haya sentido huérfano y desprotegido en algún momento de su infancia.
Lo onírico elige con predilección la lírica, donde la sugerencia, la insinuación, las resonancias, correspondencias y asociaciones audaces tienen vía libre. En la narrativa, sometida a la tiranía de la trama y las motivaciones de acciones y personajes, se las ve y se las desea en una camisa de fuerza. Y aun así, se ha hecho su hueco en la literatura fantástica y de terror, desde los románticos a Kafka y el realismo mágico. Digamos que, en narrativa, el autor onírico es como un boxeador con una mano atada a la espalda; debe sustituir la lógica cotidiana por la sugestión de los símbolos y lo atmosférico para obtener la suspensión de incredulidad. El autor contará lo irreal y, al mismo tiempo, deberá convencer al lector de que todo responde, como en los sueños, no al capricho y lo estrafalario, sino a una lógica inexorable, aunque ignoremos sus reglas.
Lo que un narrador realista fía a la intriga, la reflexión o la psicología de los personajes, Susmozas lo invierte en símbolos poderosos, en la atmósfera que impregna, en la belleza hipnótica del lenguaje, de una potencia poética que deslumbra. Seres dobles o demediados, mutilaciones, deformidades, la fauna humana y animal de los sueños se mueve con naturalidad por la historia, sin que nos obligue a preguntarnos cómos ni porqués. La profesora manca, el jardinero traqueotomizado, las cocineras exsiamesas separadas, una siniestra lechuza, un perro dúplice o niñas pálidas y de ojos insomnes como pozos se vuelven familiares, como cualquier otra monstruosidad de los sueños una vez que nos adentramos en ellos. La propia pareja protagonista aparece como un ser doble y su dispar destino como un cruel rito de paso, una metáfora de todo lo que es preciso sacrificar para lograr escapar de ese encierro —fatídico, pero también portentoso— de la infancia. Hace falta un lenguaje de intensidad alucinatorio, encantatorio, que roza a veces la salmodia, como el de Susmozas, para que atravesemos sin resistencia esa membrana impalpable de la irrealidad.
Pero no hay territorio que no podamos explorar si hablamos el idioma del lugar. El de lo fantástico cotidiano está compuesto de deslizamientos, de metamorfosis y tornasoles del sueño, de identidades porosas donde individuos y objetos se contaminan y contagian unos a otros, donde nada persevera mucho tiempo en su ser, donde todo es más, o menos, de lo que a primera vista parece.
Algunos capítulos, caso del decimonoveno, «El frasco», destellan por sí solos como cuentos impecables. A este respecto, Susmozas sigue la estrategia de Salinger. Hablando de El guardián entre el centeno, confesaba Salinger que, como no tenía madera de novelista ni le iban las distancias largas, se había limitado a enhebrar cuentos como si fueran capítulos, hasta alcanzar la proporción conveniente para una novela. El resultado en Susmozas es como en Salinger: su novela es una sucesión de perlas, redondas, perfectas, pero si el collar se rompiera, cada una podría subsistir por su cuenta.
Vivimos inmersos en una era costumbrista, donde prima lo garbancero. Ay de los que no cuenten lo que cualquiera puede ver asomándose a la ventana, en especial si el autor, y aún más la autora, no puede acogerse al registro oficial de víctimas homologadas, aunque sea de la garrapata Hyalomma. Vivimos tiempos de reacción, y no sólo en la política. Basta con leer los estrenos literarios patrios que recensiona El País en España para saber que aquí huele a muerto. Si fuera Celaya, diría que la novela se ha convertido en un arma cargada de aburrimiento y buenas intenciones, y más paritaria que un paritorio. No se había visto tanta literatura edificante desde el xviii. Pero por encima incluso de las buenas intenciones predomina el negocio. La literatura es cada vez más una rama del marketing. El escritor que aspira a un adosado afina mucho y escribe ya directamente para un segmento de público, de tal modo que lo que se publica ahora se parece a los servicios de un bar: hay literatura para señoras y literatura para caballeros, y hasta un apartado para mocitos, repleto de sagas fantásticas que les hagan olvidar la cutre realidad en la que van a encajonarlos dentro de nada. Alguien que no se ajuste a la plantilla, aunque sea mujer y hable de mujeres, tiene por ello asegurado un silencio atronador. Pero es provisional; la buena literatura sale siempre a flote, aunque sea —que se lo digan a Robert Walser, entre otros— la emersión del ahogado.
En ningún lado está escrito que la novela sólo pueda ser costumbrista. La grandeza del género es la misma en todos los registros y consiste en su naturaleza de bazar, en que cabe todo con unas pocas limitaciones muy laxas. Novela es cualquier ficción larga, donde transcurra el tiempo y se cuente una historia. Por lo primero se diferencia de la Historia con mayúscula y del cuento; por lo segundo, de la poesía; por lo tercero, de la filosofía. De modo que el libro de Susmozas es una novela con todas las de la ley, como tienen que serlo, con un territorio al que podemos mudarnos provisionalmente, sin echar de menos nada de lo que dejamos atrás, en la realidad.
Si usted quiere renovar lo que sintió ante el comienzo de la Rebeca de Daphne du Maurier —«Anoche soñé que volvía a Manderley»—, o con las desgracias de Jane Eyre, no va a encontrar mejor oportunidad que esta casa insomne. Sueños que son más reales que la vida misma, realidad que destella con la luz espectral de las pesadillas. Poderosa, original literatura la de Susmozas, flor del desierto costumbrista.
